La (mal llamada) transformación digital se nos presenta como un imperativo imprescindible para la supervivencia de empresas y organizaciones de todo tipo. Pero su significado es ambiguo.
La mayoría de las referencias a la transformación digital hacen hincapié preferente en lo digital. Según la Wikipedia, por ejemplo,
«La transformación digital se describe como el efecto global y general de la digitalización […] Es el cambio asociado a la aplicación de la tecnología digital en todos los aspectos de la sociedad humana.»
Es una definición no satisfactoria, limitada, que obvia por completo las implicaciones de la transformación que conlleva necesariamente esa aplicación extensiva de lo digital.
En nuestra experiencia ayudando desde Coperfield a facilitar procesos colectivos de cambio, constatamos continuamente la dificultad de alinear a los equipos en torno a respuestas precisas a las preguntas clave a las que ha de responder cualquier iniciativa de transformación: ¿Para qué y Por qué cambiar? ¿Qué cambiar? ¿Cómo y cuándo hacerlo? ¿Quién ha de estar implicado?
Una respuesta típica a ¿Para qué y Por qué cambiar? estaría en esta línea:
En primer lugar, porque hay cada vez más modos de aprovechar la digitalización, y los seguirá habiendo porque el rirmo de los avances tecnológicos en todo lo digital es muy grande.
Lo cual significa que hoy más que nunca desde la Revolución Industrial, todas las industrias deben adoptar la digitalización, o de lo contrario se arriesgan a ser ‘uberizadas’ por el uso agresivo de la tecnología digital por parte de un competidor.
Supongamos que este imperativo digital resulte convincente (quizá no lo sea para todos los públicos, para todas las empresas). Si se acepta, la siguiente cuestión a responder es ¿Qué cambia la transformación digital? Algunas respuestas inmediatas:
- La infraestructura tecnológica, que es strictu sensu lo único que propiamente se digitaliza.
- Los procesos de negocio que utilizan esa infraestructura.
- El modelo de negocio al que sirven esos procesos.
- La estrategia para la que ese modelo de negocio es adecuado.
Parece mucho, y así y todo no es suficiente. Porque si el motor de la transformación digital es una tecnología digital en constante estado de evolución, adoptar la transformación digital tendría que conllevar la disposición a un cambio, o como mínimo una adaptación constante de la estrategia, modelo y procesos de negocio.
Es este sentido en el que hay que entender la prescripción de Genís Roca:
«Strictu sensu, transformación digital sólo quiere decir: ¿Estás preparado para cambiar y no dejar de cambiar? […] El reto es sobre todo cultural y organizativo«.
La clave del cómo llevar a cabo la transformación digital está pues en habilitar una cultura de transformación, que va más allá de una cultura sobre lo digital. En cualquier organización, habilitar esa cultura es un proceso delicado, que exige un liderazgo que va también más allá de las competencias digitales.
Es frecuente que los aspectos cullturales y de liderazgo se subestimen desde la perspectiva tecnocrática habitual. Hay, por ejemplo, quien argumenta que «si los equipos de trabajo tienen competencias digitales y están suficientemente familiarizados con las nuevas tecnologías […] bastará con identificar a los líderes que impulsarán la gestión del cambio y la transformación desde el corazón de cada empresa.»
Pero identificar, preparar y empoderar a los líderes del cambio, de cualquier cambio, en cualquier organización, es precisamente una tarea mucho más delicada que la de habilitar competencias digitales. Porque el liderazgo y la transformación de una cultura organizativa exige habilidades para trabajar con personas; lo cual, hoy por hoy, resulta más complejo y estimulante que manejar artefactos.
Con esto en mente, ¿cuál sería el perfil ideal de quien lidere la transformación digital en una organización?
NOTA: Una versión de esta entrada se publicó previamente en el blog de Coperfield for Social Good.
M. Chagal. Vidriera que representa al poeta Ezequiel.
Empezaré confesando que cada vez me irritan más los profetas tecnológicos, como el autor de la pieza «These 6 new technology rules will govern our future«) que publica el Washington Post (que tiene a Jeff Bezos, el CEO de Amazon, como propietario):
Lo que me molesta no es tanto que algunas de estas profecías me resulten increíbles (las #3 y #5 en concreto) o incómodas (la #6), sino que se presenten como inevitables sin más justificación que un flagrante determinismo tecnológico:
Insistiría en primer lugar, aunque sea un tema recurrente en este espacio, que la tecnología no está creando ninguna regla, porque no tiene autonomía para hacer algo así. La tecnología evoluciona como consecuencia de actuaciones de personas, grupos o empresas que la conciben, diseñan, producen, difunden y consumen. Podemos admitir como una predicción plausible, por ejemplo, que se digitalizará todo lo digitalizable (y que se intentará además digitalizar lo no digitalizable). La tecnología lo permite, pero no lo impone. La digitalización es un resultado, previsible si se quiere, de las decisiones de gente que digitaliza cosas. Por los motivos que sean, no siempre altruistas.
En la misma línea, quizá sería apropiado conjeturar que lo que subyace a estas predicciones del autor no es tanto una inexistente ley tecnológica, ni tampoco su improbable capacidad como vidente, sino el conocimiento de las intenciones de quienes utilizan o planean utilizar la tecnología de un determinado modo y con unas determinadas intenciones.