Atención, divino tesoro

Fuente: The Economist

Soy lector de The Economist desde hace muchos años. Pienso que escriben tan bien que incluso cuando no se está de acuerdo con lo que publican, uno debe obligarse a la disciplina de rebatirles con un rigor y calidad como mínimo equivalente al que ellos emplean. No es tarea fácil, como cualquier lector atento puede comprobar por sí mismo.

Otro aspecto que me parece también remarcable de The Economist es el modo en que tratan las temáticas tecnológicas y su impacto social. Con una aproximación equilibrada e independiente; ni al dictado de la ideología tecnocrática de Silicon Valley ni de sus críticos sistemáticos.

Por eso mismo creo que son notables, y de lectura obligada, se esté o no de acuerdo, los dos artículos (uno y dos) que la revista dedica al impacto en la sociedad democrática de Fakebook y similares. Extraigo sólo dos afirmaciones que creo apuntan al núcleo de la cuestión:

«Los ‘social media’ son un mecanismo sin par para capturar, manipular y consumir atención.»

«Una economía basada en la atención es fácilmente manipulable.»

Nos conviene ser más conscientes de cómo utilizamos nuestra atención (y como otros aprovechan nuestras omisiones al respecto). Porque la atención es la más personal de nuestras herramientas. La única, quizá.

(Queda abierta la cuestión de qué hacer al respecto. Como en tantas otras materias, la regulación irá por detrás de los acontecimientos. En paralelo, aunque sólo sea por si acaso, empiezan a apuntar organizaciones que intentar cambiar las cosas desde la base. Temas para otra ocasión.)

El mayor peligro de la Inteligencia Artificial

Getty Images

Los medios se han hecho eco del sonoro enfrentamiento público entre Elon Musk (CEO de Tesla) y Mark Zuckerberg (CEO de Facebook) acerca de los peligros (o no) de la Inteligencia Artificial (IA).

Musk sostiene que (*):

«La IA es un riesgo central para la existencia de la civilización humana.»

La respuesta de Zuckerberg:

«Soy optimista. Y no entiendo a la gente que es negativa e intenta inventar escenarios apocalípticos. Creo que es bastante irresponsable

Musk replica en Twitter:

«He hablado con Mark sobre esto. Su entendimiento sobre el tema es limitado.»

Por debajo de la batalla de la batalla entre dos egos ‘king size’ subyace una cuestión más de fondo: la de si conviene o no regular ya el desarrollo de la IA.

Musk aboga por una regulación proactiva:

La IA es uno de los raros casos en los cuales creo que necesitamos una regulación proactiva en lugar de una reactiva […] Cuando se produzca una regulación reactiva, será demasiado tarde.»

Zuckerberg discrepa, apuntando implícitamente que la regulación retrasaría el desarrollo de la tecnología.

«La tecnología puede siempre utilizarse para bien o para mal, y uno ha de ser cuidadoso acerca de lo que construye, cómo lo construye y cómo se utilizará […] Pero discrepo de la gente que aboga por ralentizar el proceso de crear IA.»

Hay un dato que quizá ayude a entender la polémica. Musk está acostumbrado a que sus empresas actúen en mercados fuertemente regulados, como el del automóvil. Facebook aprovecha carencias en la regulación (p.e. sobre privacidad) para extender su negocio (no es el único; empresas como Uber o Airbnb hacen lo mismo en otros ámbitos). ¿Defendería Zuckerberg que Tesla se saltara las reglamentaciones sobre seguridad para desarrollar más rápidamente el mercado de sus automóviles? No lo creo.

Subyace por tanto la cuestión de los objetivos y prácticas de la regulación, especialmente la de las nuevas tecnologías. Una cuestión repleta de criterios y matices, que de ningún modo se puede despachar como lo hace uno de nuestros más ilustres ilustrados-TIC‘:

«Reclamar regulación sobre una tecnología o conjunto de tecnologías antes de que se desarrollen es un problema [porque] muy pocas veces se desarrolla de la manera adecuada, y tiende a basarse en la restricción de posibilidades […] Esperemos que esas peticiones de regulación no lleguen a ningún político temeroso e inspirado. Y mientras tanto, sigamos trabajando.«

Por supuesto que, como en el ejemplo de los automóviles que apuntaba antes, la regulación ha de basarse en la restricción de posibilidades. Porque tenemos el derecho a reclamar que el respeto a criterios éticos y sociales sea un requisito que se aplique previamente al desarrollo de una tecnología. La eficacia limitada de muchos organismos reguladores no ha de ser una excusa para obviar la necesidad de una regulación proactiva, sino en todo caso para diseñar e implantar mejores regulaciones y organismos reguladores.

Una explicación del impulso que está teniendo el desarrollo de la IA es que será una herramienta de acumulación de riqueza y poder, seguramente en mayor grado que otras tecnologías. El mayor riesgo realThe Real Threat of Artificial Intelligence«) es que esta acumulación genere desigualdades y desequilibrios imposibles de gestionar a posteriori.

«Los productos de IA […] tienen el potencial de transformar radicalmente nuestro mundo, y no sólo para mejor […] Recompondrán el significado del trabajo y la creación de riqueza, llevando a desigualdades económicas sin precedentes e incluso alterando el equilibrio global de poderes.

A medio plazo, por ejemplo, la IA tensionará aún más el pacto social entre capital y trabajo (cuya regulación ya es conflictiva), eliminando los trabajos de muchos, pero sin hacerse cargo de la factura de los daños colaterales. Sabemos que la Revolución Industrial generó dislocaciones sociales del mismo tipo, que costó varias décadas solucionar. Una regulación proactiva apropiada debería evitar que esta historia se repita, esta vez en mayor escala. Es una cuestión de ética y de responsabilidad social.

(*) Video, a partir del minuto 48.

¿Cuál es el futuro de ‘Yo doy’?

Me he propuesto la lectura (o re-lectura) de algunos de autores que explican cómo, por qué y hasta qué medida nuestro comportamiento es en ocasiones automático, bordeando en lo inconsciente, predeciblemente irracional.

Al empezar por «Influence: Science and Practice» de Robert Cialdini, he re-descubierto (porque en el fondo ya lo conocía, aunque no era del todo consciente de ello) el principio de reciprocidad:

«Hemos de intentar pagar, en especies, lo que otra persona nos ha proporcionado.«

Se trata de un principio muy arraigado en múltiples culturas, que tiene dos consecuencias paradójicamente dispares:

  • De una parte, es un elemento de solidaridad y cohesión social. Nos sentimos obligados a corresponder a alguien que nos ha hecho un favor o nos ha dado un regalo de buena fe.
  • De otra, proporciona oportunidades de manipulación a quienes saben usarlo, prescindiendo de la ética si les conviene, para propiciar en otros respuestas que, de no mediar el principio de reciprocidad, nunca serían aceptadas.

La oferta de regalos, nominalmente gratis y sin ataduras, es uno de los trucos más poderosas para abusar del principio de reciprocidad. Si un visitador de un laboratorio farmacéutico invita a un médico a un congreso, mejor aún en un lugar turístico apetecible, es más probable que el médico se sienta obligado a corresponderle con pedidos o recetas. Si un restaurante nos invita a café o a una copa de cava nos sentimos casi obligados a dejar una propina, incluso por un importe mayor que el coste de la invitación. La idea está clara; no creo que hagan falta más ejemplos.

Inmerso en estas reflexiones, un artículo en The Guardian («Companies are making money from our personal data – but at what cost?«) me ha recordado que empresas como Google o Facebook usan también el principio de reciprocidad. Aceptamos como regalo el indudable atractivo de los servicios que ofrecen, firmando a cambio (sin leerlo) un contrato que les genera beneficios multi-billonarios.

La erosión inconsciente de nuestra privacidad es una consecuencia cada vez más evidente de esta práctica, pero quizá no la más socialmente peligrosa. Porque se está poniendo de manifiesto que:

Es por ello que empiezan a despuntar propuestas (p.e. en The Economist o en la Harvard Businesss Review) de regular estas empresas de modo comparable a como se regularon en su momento a las que dominaban sectores clave como la energía o las telecomunicaciones.

Mucho me temo, sin embargo, que sería ilusorio confiar, como mínimo a corto plazo, en que tengan lugar cambios regulatorios realmente eficaces. Como el que representaría obligar a Google y Facebook a separar sus actividades de recogida de datos (por medio del buscador o de la red social) de su negocio de publicidad, obligándoles a ofrecer en condiciones competitivas el acceso a terceros de los datos que recogen. Por eso habrá que considerar formas de resistencia pasiva o activa.

Si alguien ha leído hasta aquí quizá se pregunte por la respuesta al titular de esta entrada. La extraigo del libro de Cialidini. Cuenta que una profesora de escuela le envió esta respuesta de un alumno a un ejercicio sobre el uso adecuado del pasado, presente y futuro verbales:

Q: El futuro de yo doy es ____________?
A: Yo tomo.

¿En qué tipo de empresa debe trabajar hoy ese alumno tan espabilado?

 

¿Existe una inopia tecno-optimista?

Copio de una entrevista en La Contra de La Vanguardia (“O regulamos las tecnológicas o seremos sus subempleados”, 4/7/2017). Agrupo en tres bloques sus opiniones sobre el poder las grandes empresas tecnológicas norteamericanas y sus consecuencias.

De entrada, una afirmación que los datos vienen a respaldar:

«Vivimos una revolución global, acelerada y despiadada […] Google, Facebook y Amazon ya son hoy los monopolios más poderosos de la historia con el mayor valor bursátil que jamás ha tenido empresa alguna y un poder omnímodo.

Luego, una interpretación en clave de política global:

«Son el brazo neocolonial del poder americano. […] No es la tecnología la que impone su ley. Es la política neocolonial.«

Parece algo radical. Pero conviene no olvidar que ya en 1993 la Administración Clinton, en un documento titulado “Technology for Economic Growth”, justificaba en estos términos su estrategia de impulso a las tecnologías de la información, y en especial a las ligadas a Internet:

Hoy más que nunca el liderazgo tecnológico es vital para los intereses nacionales de los Estados Unidos […] Nuestra capacidad para dominar el poder y la promesa de los avances en las tecnologías punta determinarán en gran medida nuestra prosperidad nacional, nuestra seguridad y nuestra influencia global.«

Finalmente, el entrevistado en La Contra adelanta una predicción:

«Si no los obligamos a cumplir nuestras leyes, nos convertirán en neoproletarios de su paleocapitalismo digital […] Y los políticos europeos o han sido comprados o aún viven en la inopia tecnooptimista.«

Este último concepto, el de inopia tecnooptimista, me ha recordado el de ‘sonambulismo tecnológico’ acerca del que  Langdon Winner ya advertía en 1986 («La ballena y el reactor«):

«Una noción más reveladora es la del sonambulismo tecnológico  […] En el terreno técnico repetidamente nos involucramos en diversos contratos sociales, las condiciones de los cuales se revelan sólo después de haberlos firmado […] Caminamos dormidos voluntariamente a través del proceso de reconstrucción de las condiciones de la existencia humana.«

Ninguno de nosotros lee la letra pequeña de los contratos que (de modo apenas consciente) firmamos con las plataformas tecnológicas. Pero lo que es todavía más grave, es que la promoción y operación de estas plataformas no está hoy por hoy sujeta a ningún tipo de contrato social, ni siquiera en letra pequeña.

Sobre este fenómeno, Winner apuntaba que, tal y como los hechos están corroborando:

«La construcción de un sistema técnico que involucra a seres humanos como partes de su funcionamiento requiere una reconstrucción de los roles y las relaciones sociales.»

Y sin embargo,

«En nuestro tiempo las personas a menudo están dispuestas a realizar cambios drásticos en su forma de vida para dar cabida a la innovación tecnológica mientras que se resisten a cambios similares que se justifican en el terreno político […] Fascinados por el sueño de una revolución espontánea y rural, los tecnólogos evitan todo análisis profundo de las instituciones que controlan la dirección del desarrollo tecnológico y económico.«

En este contexto, la propaganda de Silicon Valley propone adaptar la legislación a la tecnología, cuando lo apropiado sería exactamente lo opuesto.

Seamos conscientes de que detrás de esta subversión de valores que propone primar lo tecnológico sobre lo social hay una hay una voluntad firme, que se aprovecha de la inopia tecnooptimista y del sonambulismo tecnológico. Estemos avisados.

Propuesta de reflexión

«A partir de la reflexión sobre un artefacto o una plataforma tecnológica que utilicéis habitualmente, ¿podéis identificar un efecto colateral del que hubiérais preferido ser previamente advertidos? «

 

 

 

 

El móvil es un arma de invasión masiva

Nuestro tiempo en Internet

La prestigiada Mary Meeker presentó hace poco su informe anual, un documento completísimo (más de 350 páginas) sobre el estado de Internet y tendencias de futuro. Incluyendo, por supuesto, datos sobre la penetración de Internet y del móvil.

Como muestra el gráfico, en menos de 10 años:

  • El tiempo medio que un usuario pasa en contacto con medios digitales se ha doblado.
  • El crecimiento corresponde en su totalidad al uso del móvil.

Se trata de una información que admite como mínimo dos lecturas:

  • Hay una oportunidad (que algunos ya están aprovechando) para desviar hacia el móvil parte de los presupuestos de publicidad que todavía van a otros soportes. De hecho, como se muestra en el informe, el porcentaje de publicidad dedicado al móvil es proporcionalmente inferior a su potencial de exposición a los usuarios.
  • El usuario medio dedica tres diarias horas más que hace una década a estar atento a algo que reclama su atención desde fuera, sobre algo por lo general fuera de su control. Lo que significa que dedica tres horas diarias menos a otros objetivos.

El primer punto de vista apunta a una oportunidad. El segundo, a una amenaza, que comentaban así desde El País:

«Vamos por la vida con un arma de distracción masiva en el bolsillo, con toda una serie de aplicaciones que reclaman atención con homologables grados de urgencia […] Domesticar esa arma de distracción masiva que reclama atención sonando, silbando, vibrando, parpadeando no es cosa fácil.»

La amenaza de esta distracción persistente es socavar nuestra capacidad de concentración, de prestar una atención concentrada a lo que voluntariamente decidamos. Se trata de una amenaza, porque la atención dividida no existe; no podemos prestar atención consciente a dos cosas a la vez. Y necesitamos de la atención:

  • Para pensar bien,
  • Para aprender,
  • Para distinguir entre lo urgente y lo importante y obrar en consecuencia,
  • Para habilitar nuestra creatividad.

Nuestra atención construye nuestra conciencia

Mihály Csíkszentmihály, un psicólogo reconocido internacionalmente por destacado por sus trabajo acerca de la felicidad, la creatividad y el bienestar subjetivo, escribe en Flow acerca de la atención, a la que califica como energía psíquica:

«La seña de identidad de una persona que está en control de la conciencia es la capacidad de enfocar la atención a voluntad, de ser ajeno a las distracciones […] La forma y el contenido de la vida dependen de cómo se ha utilizado la atención […] Cada persona asigna su atención limitada o bien enfocándola intencionadamente como un haz de energía, o bien disgregándola en movimientos aleatorios e inconexos […] Nos creamos a nosotros mismos según la forma en que invertimos esta energía.«

Esta amenaza sobre la atención no es casual, sino deliberada. Su responsable no es el móvil, sino los diseñadores y desarrolladores de contenidos online, y los capitales que los financian. Saben qué resortes manejar para reclamar nuestra atención y cómo utilizarlos.

Se trata pues de un asalto en toda regla, de una invasión masiva sobre nuestra conciencia, que se construye en función de cómo gestionamos nuestra capacidad de atención. Hay quien propone observar el mundo como un océano de fuerzas de voluntad. Propongo prestar atención al origen y la intención de esas fuerzas que amenazan nuestra atención y, por tanto, nuestra conciencia. No podemos controlar esa invasión, pero sí decidir cómo reaccionamos ante ella.

Propuesta: Un experimento en dos fases.

  1. Apaga tu móvil (¿cuándo fue la última vez que lo hiciste?) y déjalo en algún lugar fuera de tu alcance. Busca un lugar tranquilo e intenta pensar concentradamente durante 5 minutos en un objeto simple, como tu bolígrafo. Es muy posible que te cuesta mantener tu atención concentrada y deliberada sobre algo que tú decides. ¿Qué concluyes al respecto?
  2. Repite la experiencia teniendo ahora cerca tu móvil encendido. ¿En qué se diferencia esta experiencia de la anterior? ¿Qué concluyes al respecto?

 

Un desajuste entre evolución tecnológica y social

Vivimos en una época de aceleración social. Pero, como sugiere el diagrama, el ritmo de cambio no es el mismo en todos los ámbitos de la sociedad. La valoración de los desajustes depende de quién la lleva a cabo.

Desajuste entre tecnología y negocios

La  maquinaria de propaganda de la industria tecnológica se aplica a recordarnos que muchas tecnologías, especialmente las relacionadas con la computación, evolucionan de forma exponencial (curva 1).

Desde la perspectiva de las empresas, o más concretamente desde la de consultores de empresas, lo más releante es el desajuste entre el ritmo de evolución de las tecnologías y el de los negocios que podrían utilizarlas con provecho. De ahí la insistencia en la transformación digital con argumentos de este estilo:

«Las prácticas de los negocios […] se desarrollaron en gran medida en la era industrial […] La brecha entre las curvas 1, 2 y 3 muestran la necesidad de las organizaciones de adaptarse a la tecnología y a los cambios en los estilos de vida.»

Desajuste entre tecnología y gobernanza

La base de esta argumentación está clara, aunque no se explicite: La tecnología manda; al resto le toca adaptarse. El comentario acerca del desajuste con la curva 4 es similar:

«Las políticas públicas, incluyendo las relacionadas con la desigualdad de ingresos, el desempleo, la inmigración y el comercio, que afectan directamente a los negocios por medio de la legislación, la regulación y los impuestos […] sólo evolucionan tras años de debate público.»

Un debate público al que no se someten, ni quieren hacerlo, quienes inventan, diseñan, financian, implantan, distribuyen y promueven el avance de las tecnologías, incluso cuando tengan efectos socialmente disruptivos. Los portavoces del sector tecnológico lo expresan sin reparos:

«Las estructuras formales y no formales de gobernanza tendrán dificultades para seguir el ritmo exponencial y acelerado del cambio […] Las estructuras de gobierno actuales se desarrollaron a lo largo de miles de años, y aunque pueden haber sido adecuadas para un mundo de cambio lento, están maduras para la disrupción. Mientras la  tecnología cambia a ritmo exponencial, la gobernanza tiende a hacerlo a ritmos lineales. Esta discrepancia debe ser rectificada

Dando por supuesto, otra vez de forma implícita, que es el ritmo de la gobernanza, no el de la tecnología, el que debe rectificarse (o sea, des-linealizarse).

Un conflicto entre fuerzas de voluntad

Se plantea pues un conflicto de calado entre dos fuerzas de voluntad. La de quienes, al presentar como inevitable el ritmo de evolución tecnológica, dictan que es la sociedad quien debe adaptarse. Y la de quienes, en sentido opuesto, consideramos que si el desajuste fuera inevitable la adaptación debería ser a la inversa.

Algo habrá que hacer. Porque, en su exhaustivo tratado sobre la aceleración social, Hartmut Rosa   avisa que:

«La aceleración que es una parte constitutiva de la modernidad cruza un umbral crítico en la `modernidad tardía`, más allá del cual la demanda de sincronización social y de integración social ya no puede ser satisfecha«.

De otra parte, en su reciente libro sobre la economía del bien común, el laureado Jean Tirole propone que:

«La búsqueda del bien común pasa en gran medida por la creación de instituciones cuyo objetivo sea conciliar en la medida de lo posible el interés individual y el interés general.»

Teniendo claro que la fuerza de voluntad que impulsa la aceleración tecnológica no tiene el interés general como principal priorida, guardo estas dos citas como punto de partida de futuras reflexiones y/o propuestas.

Imagen: Adaptada de un documento de Deloitte.

 

Universos paralelos

El anuncio de los primeros resultados públicos de Snap me confirma en mi impresión de que algunos no sólo vivimos en un universo paralelo a los usuarios de Snap, sino también en uno diferente al de sus inversores.

En resumen, durante el último trimestre, la empresa

  • Ha ingresado 149,6 millones de dólares.
  • Ha perdido 2.208 millones, de los cuales alrededor de 1.100 millones se atribuyen a la compensación a ejecutivos y empleados por el éxito de la salida a Bolsa. La siguiente partida en importancia es el coste de 722 millones de dólares en investigación y desarrollo.

Así y todo, estos números, que podrían seguramente ocasionar un mareo a un ‘controller’ convencional, no sorprenden tanto cuando se observa que la empresa tiene todavía 3.242 millones de dólares en caja. Lo cual sapunta a otra disonancia cognitiva: la dificultad de sintonizar con los criterios de los inversores que apuestan una suma de este calibre al futuro de una empresa como Snap.

Todo ello sin entrar en la que quizá sería la cuestión de más enjundia: ¿Cómo valorar que se esté dando tanta relevancia a una empresa cuyo objetivo nominal es que «las personas se expresen, vivan el momento, conozcan el mundo y se diviertan juntas«?

Viñeta: The New Yorker.

 

Hemos de dar más valor a lo humano

Entiendo esta viñeta de El Roto en El País como una llamada a clarificar nuestros valores en la mirada al triple terreno de la tecnología, el progreso y la esencia de la naturaleza humana.

Una llamada de atención que propician titulares como éste: «Science Has Outgrown the Human Mind and Its Limited Capacities«. (La ciencia sobrepasa la mente humana y sus capacidades limitadas).

El punto de partida del articulista es que «la ciencia está en medio de una crisis de datos» y que «una estrategia prometedora es integrar máquinas e inteligencia artificial en el proceso científico», porque «las máquinas tienen más memoria y una capacidad de computación mayor que el cerebro humano.»

Sin embargo, no es para nada evidente que la memoria y la capacidad de computación sean imprescindibles para la ciencia. Como mínimo para que la Wikipedia define como «una actividad sistemática que genera y organiza el conocimiento en forma de explicaciones verificables y predicciones sobre el universo». (Un contraejemplo en una próxima entrada).

A lo que tal vez apunta el articulista es que el volumen de la producción de los científicos (o de quienes se autocalifican como científicos) ha crecido más allá de la capacidad de lectura, de asimilación y de comprensión de un individuo. Pero pudiera ser que la crisis a la que se refiere no sea consecuencia de un exceso de datos sino de una mala selección de buenas preguntas.

Sabemos que situaciones de este tipo se dan en otros ámbitos.

  • En el ámbito del Big Data, por ejemplo, se evidencia que es cada vez más importante saber qué preguntar y para qué.
  • Los medios generan un exceso de informaciones, algunas de las cuales no deberían ser noticias y otras no tendrían por qué interesarnos. Lo razonable no es intentar procesarlas todas, con o sin ayudas de inteligencia artificial. Lo sano y sensato es tener una conciencia clara de la naturaleza de las informaciones que debemos estar abiertos a sintonizar y de aquellas de las que es mejor ignorar incluso la existencia. Lo cual, corregido y aumentado, se aplica también a las redes sociales.

Por contra, por citar sólo un ejemplo, la publicación de Einstein en 1905 sobre la teoría de la relatividad no hace referencia a ningún dato experimental. No hacía falta, porque la base su investigación no era analizar datos, sino plantearse buenas preguntas. Sobre las que trabajó, dicho sea de paso, recurriendo a la creatividad y no a la computación.

No dejemos que nos engañen. La tecnología, incluyendo la inteligencia artificial y los robots, sólo proporciona respuestas. Sin desvelar a menudo la ‘pregunta poderosa(¿Para Qué?) a la que responde su existencia. Creo que está en la esencia del ser humano la capacidad y la responsabilidad de formular preguntas pertinentes. Por eso me irrita y a la vez preocupa constatar los esfuerzos cada vez más visibles de quienes se esfuerzan en menospreciar las capacidades de los humanos para (sobre)vender mejor las prestaciones de sus artefactos. No deberíamos perder esta batalla.

 

Un panorama asombroso y aterrador

Corremos en masa hacia lo virtual porque lo real nos exige demasiado.
(Nicholas Carr)

El anuncio de los planes de Facebook para integrar la realidad virtual y la realidad aumentada en su estrategia ha tenido un eco considerable, que no es mi intención aumentar desde aquí.

Me sorprende, sin embargo, encontrar pocas menciones del precedente de Google Glass, un intento de Google con intenciones similares (y tecnología menos potente, supongo) que a la postre resultó fallido después de ser (según Fortune) uno de los ‘gadgets’ más sobrevendidos.

Confieso que no me disgustaría que las intenciones de Facebook sobre sus aplicaciones de la realidad virtual tuvieran un final similar a las de las gafas de Google. Por los mismos motivos que en su momento me suscitó el anuncio de Google:

  • La sensación creciente de que, como escribía Morozov en el New York Times, los gurús tecnofílicos de Silicon Valley se han embarcado en el empeño de ofrecernos posibilidades virtuales de desviar nuestra atención de la realidad real.
  • En The New Yorker, George Parker escribía en la misma línea: «Cuando las cosas no funcionan en el reino de lo real, la gente se dirige hacia el reino de los bits. Si el mundo físico resulta ser intransigente, podemos refugiarnos en el virtual».

Recuerdo al respecto que la afirmación del ex-CEO deGoogle, en Barcelona hace 10 años, de que los móviles nos convierten en cyborgs, pero del buen género. Me alarmó, sobre todo, porque lo decía tan satisfecho. Seguramente porque un futuro de cyborgs domesticados, consumidores de una realidad virtual filtrada por Google (o Facebook) sería bueno para el futuro de su negocio.

De vuelta a 2017, un medio nada sospechoso de tecnofobia como Business Insider titulaba que «la visión de Facebook para el 2026 es asombrosa y aterradora».

Sólo añadiré que, en la literatura de todos los tiempos, la presencia del diablo es también asombrosa y aterradora. Pura coincidencia, seguramente.

¿Conectar mi cerebro a Internet? No, gracias.

En un artículo en The Economist se preguntan si «tenemos los humanos que asumir que necesitaremos implantes en el cerebro para seguir siendo relevantes».

La pregunta surge al hilo de la noticia de que Elon Musk, el CEO de Tesla e impulsor de otras empresas de tecnología avanzada, ha anunciado la formación de Neuralink,  una nueva empresa que tendría como primer objetivo producir dispositivos invasivos para diagnosticar o tratar enfermedades neurológicas.

Parece, sin embargo, que la intención de la empresa, o cuanto menos de su promotor, apunta más lejos. Musk ha manifestado en una entrevista que los humanos corren el riesgo de acabar siendo tratados como mascotas por artefactos dotados de inteligencia artificial. Propone como una posible solución añadir artificialmente al cerebro una capa digital que, conectada a Internet, multiplicaría la memoria y la capacidad de computación del cerebro, y por tanto nuestra inteligencia.

Una perspectiva que la comunicadora de la Singularity University glosa de este modo:

«Podríamos multiplicar por mil nuestra inteligencia e imaginación. Sería una disrupción radical en cómo pensamos, sentimos y comunicarmos. Al transferir nuestros pensamientos y sentimientos directamente a otros cerebros podríamos redefinir la socialización y la intimidad de los humanos. En último término, subiendo nuestro Yo completo a las máquinas nos permitiría transcender nuestra piel biológica y convertirnos en digitalmente inmortales.»

Dos objeciones. La primera es filosófica. Afirmaciones de este tipo dejan traslucir una concepción materialista, o informacionalista si se prefiere, del ser humano. Pero no está nada claro que esta concepción tenga ninguna base científica. Me parece más convincente la argumentación de nuestra naturaleza espiritual que presenta Markus Gabriel en («Yo no soy mi cerebro«)

La segunda objeción es estratégica. ¿Es inevitable que hayamos de competir con artefactos dotados de inteligencia artificial? ¿Cuál es el sentido de decidir crear esos artefactos para que compitan con nosotros? ¿No merecería ese asunto algún tipo de dictamen democrático?

Además, incluso si era competencia fuera inevitable, las normas elementales de la estrategia dictan que nunca hay que escoger el terreno más favorable para el adversario. Si los artefactos nos superan en inteligencia digital, por llamarla de algún modo, tendrá sentido retarles en ámbitos donde otro tipo de inteligencia sea la determinante. Volvernos más digitales sería sólo un modo de ser hacernos más similares a ellos, y por tanto más vulnerables.

Conmigo, desde luego, que no cuenten.

Imagen: Singularity University