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No degradarás en vano la inteligencia humana

«Cuando el lenguaje pierde el significado, no puede existir
ninguna forma de verdad y la mentira se convierte en norma.«

«Somos confrontados con el refinado arte de la mentira
y el torcimiento del significado de las palabras.
«

Rob Riemen («Para combatir esta era:
Consideraciones urgentes sobre fascismo y humanismo
«)

En La Vanguardia, un artículo sobre la inteligencia artificial de uno de sus colaboradores habituales, se me antoja una buena muestra del perceptivo diagnóstico de Jaron Lanier acerca de las perspectivas e intenciones sesgadas de muchos tecnófilos:

«Hacen a las personas obsoletas para que las máquinas parezcan más avanzadas.»
Jaron Lanier, «You are not a gadget«

Una manifestación visible de este sesgo es que el autor considere estimulante definir la inteligencia como «todo lo que las máquinas aún no han hecho«.  Una definición que, a medida que se avance en las capacidades de la IA, lleva a considerar como cada vez menos inteligentes a los humanos.  De ahí a degradar a los propios humanos a favor de las máquinas hay sólo un (pequeño) paso. Que algunos los explotadores de la condición humana, en alianza con algunos vendedores de máquinas sin escrúpulos, estarán encantados de dar.

Me parece pues apropiado aplicar un poco de autodefensa intelectual y de ejercicio de la dialéctica. Empezando por no aceptar las trampas del argumentario del autor.

  • Aprovecharse de la homonimia. No hay una única definición de inteligencia. Si, de entre las que propone la Wikipedia, por ejemplo, escogiéramos «la capacidad agregada o global de actuar con propósito, de pensar racionalmente y de manejar eficazmente su entorno«, difícilmente calificaríamos a los ordenadores como inteligentes. Quizá sea tarde para evitar que se utilice la misma palabra (‘inteligencia’) para referirse a capacidades diferentes; pero no lo es para tomar conciencia de las consecuencias de hacerlo; sobre todo de las mal intencionadas, que las hay.
  • La falta de rigor en el uso del lenguaje. El autor presenta la IA como «la disciplina que se encarga de dotar a los ordenadores de las capacidades cognitivas que hasta ahora eran exclusivas de los humanos«.  Si entendemos la cognición como «el proceso de conocer y comprender por medio del pensamiento, la experiencia y los sentidos», la IA no tiene capacidades cognitivas. Porque nadie comprende (hoy por hoy) cómo los algoritmos de IA más avanzados producen los resultados que producen; y mucho menos los propios algoritmos.
  • La asignación antidemocrática de responsabilidades. Para el autor, definir la inteligencia humana en negativo (lo que los ordenadores aún no son capaces de hacer) es interesante porque «nos obliga a redefinirnos a nosotros mismos«. La IA es un desarrollo impulsado por una minoría, que en principio persigue sus propios intereses. Conceder sin más el poder de que se nos obligue a redefinirnos como humanos es, en el fondo, de lo más antidemocrático.

Hay quien propone que 2019 sea el año en que se empiecen a poner límites al desarrollo y la aplicación acrítica de las tecnologías. Una tarea que incluiría desmontar con rigor la argumentación (no sé si ingenua o falaz) de escritos como el comentado. ¿Alguien se apunta?

 

Atención, divino tesoro

Fuente: The Economist

Soy lector de The Economist desde hace muchos años. Pienso que escriben tan bien que incluso cuando no se está de acuerdo con lo que publican, uno debe obligarse a la disciplina de rebatirles con un rigor y calidad como mínimo equivalente al que ellos emplean. No es tarea fácil, como cualquier lector atento puede comprobar por sí mismo.

Otro aspecto que me parece también remarcable de The Economist es el modo en que tratan las temáticas tecnológicas y su impacto social. Con una aproximación equilibrada e independiente; ni al dictado de la ideología tecnocrática de Silicon Valley ni de sus críticos sistemáticos.

Por eso mismo creo que son notables, y de lectura obligada, se esté o no de acuerdo, los dos artículos (uno y dos) que la revista dedica al impacto en la sociedad democrática de Fakebook y similares. Extraigo sólo dos afirmaciones que creo apuntan al núcleo de la cuestión:

«Los ‘social media’ son un mecanismo sin par para capturar, manipular y consumir atención.»

«Una economía basada en la atención es fácilmente manipulable.»

Nos conviene ser más conscientes de cómo utilizamos nuestra atención (y como otros aprovechan nuestras omisiones al respecto). Porque la atención es la más personal de nuestras herramientas. La única, quizá.

(Queda abierta la cuestión de qué hacer al respecto. Como en tantas otras materias, la regulación irá por detrás de los acontecimientos. En paralelo, aunque sólo sea por si acaso, empiezan a apuntar organizaciones que intentar cambiar las cosas desde la base. Temas para otra ocasión.)

El cientificismo, no las Ciencias, amenaza a las Humanidades

Hace unos días, el Colectiu Pere Quart organizó una reunión en el Ateneo de Barcelona bajo el lema «¿Un siglo XXI sin humanidades?«, con el objetivo de debatir «el papel de las humanidades ante los grandes retos, cada vez más frenéticos, del siglo XXI«.

Desafortunadamente, pienso, la mayoría de las intervenciones podrían calificarse, en palabras de  Gregorio Luri, como de anti-anti-Humanidades. Es decir, centradas en denunciar a quienes postergan los recursos destinados a la educación en humanidades (sobre todo las administraciones) en lugar de presentar un relato en clave de futuro. Nadie lo mencionó, pero el espíritu de Lakoff Conoce tus valores y enmarca el debate«) flotaba en el ambiente.  Cuando aceptas debatir dentro del marco mental y el lenguaje de tu oponente, ya has perdido.

En relación al papel de las humanidades en la sociedad, se manifestaba entre los asistentes un malestar general por las presiones que desde el mundo empresarial se dirigen a que el sistema educativo produzca profesionales con un perfil adaptado a las necesidades de las empresas. Un síntoma de ello son las múltiples propuestas de dar un tratamiento preferencial a los estudios STEM (Science, Technology, Engineering and Mathematics).

En este contexto, Jaume Aulet, del Colectiu Pere Quart, llamó acertadamente la atención sobre cómo un buen número de disciplinas relacionadas de un modo u otro con el comportamiento humano se rebautizan como Ciencias (p.e. Ciencias Políticas, Ciencias de la Comunicación, Ciencias Económicas, Ciencias de la Educación). Se trata de un síntoma más del cientificismo, que la Wikipedia define como:

«La postura que afirma la aplicabilidad universal del método y el enfoque científico, y la idea de que la ciencia empírica constituye la cosmovisión más acreditada o la parte más valiosa del conocimiento humano, aun la exclusión de otros puntos de vista.«

La cuestión es que el cientificismo al uso es reduccionista en múltiples sentidos, por lo que representa una amenaza no sólo para las Humanidades, sino para las Ciencias en su sentido más amplio.

  • De entrada, por su postura insostenible (tema para otra entrada) de negar que exista otro conocimiento fiable que no sea el científico.
  • En segundo lugar, porque la historia muestra que muchos de los que contribuyeron a la ciencia moderna a partir de la segunda mitad del siglo XIX tenían una sólida formación filosófica. Sólo a principios del siglo XX, y principalmente desde los EEUU, la presión de los grandes capitalistas del momento propició que la orientación de las Universidades virara desde la formación de «laborious thinkers» a la de «thinking labourers».
  • Por último, porque la mayoría de los discursos sobre STEM enfatizan sobre todo la Tecnología, y más específicamente la capacidad de programar sistemas informáticos.

Me quedo con el planteamiento de Marina Garcés, que en consonancia con las tesis de sus últimos líbros, intervino apuntado a reivindicar futuros más que a recuperar el pasado. Cito de su propuesta de una «Filosofía inacabada«, que «nos interpela hoy en un mundo que muestra síntomas de agotamiento, como planeta y como modelo de sociedad»:

  • «La filosofía es un pensamiento que transforma la vida.»
  • «La filosofía es una forma de compromiso con el mundo.»
  • La filosofía no es útil ni inútil, es necesaria.»

Tengámoslo presente: el cientificismo reduccionista es una amenaza no sólo para las Humanidades, sino para la Ciencia bien entendida. Y, como consecuencia, para el futuro de la sociedad. Anticipándome a posibles descalificaciones, así lo reivindico desde mi titulación de «Doctor en Filosofía en la especialidad de Física» que el M.I.T. tuvo a bien concederme en su momento.

Continuará.

Crédito imagen: https://www.theguardian.com/books/2016/aug/24/homo-deus-by-yuval-noah-harari-review

La fuerza oscura en la economía digital

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La cara oculta de la Luna. (Wikipedia)

Contundente artículo de Don Tapscott en la Harvard Business Review: «After 20 Years, It’s Harder to Ignore the Digital Economy’s Dark Side«. El autor, que publicó hace dos décadas un muy comentado (y en mi opinión  sobrevalorado) libro sobre la economía digital, señala la emergencia de un ‘lado oscuro’ de la economía digital, concluyendo que:

«Aún cuando la revolución digital nos ha traído muchas maravillas, en retrospectiva llego a la descorazonadora conclusión de que su ‘promesa’ de un mundo más razonable, igualitario, justo y sostenible no se ha cumplido.«

Señala en particular:

  • El impacto en el mercado de trabajo, como consecuencia de la desaparición de industrias y empleos.
  • La destrucción de la privacidad, de un modo irrevocable y sin precedentes.
  • El peligro de una creciente desigualdad social.
  • La dificultad y lentitud de los gobiernos en estar a la altura de los retos sociales de lo digital.
  • La degradación de las democracias.

Me parece especialmente oportuno el párrafo con el que cierra su artículo:

«Los hechos han desmentido a los tecno-utopistas: la tecnología no crea prosperidad, buena democracia y justicia – lo hacen los humanos. Para asegurarse de que la economía digital cumple su promesa, necesitaremos un nuevo contrato social que garantice oportunidades para el pleno empleo, que proteja nuestra privacidad, y que genere prosperidad no sólo para unos pocos, sino para todos.«

No podría estar más de acuerdo. Así y todo, añadiría una reescritura de este párrafo desde un ángulo complementario.

«Constatemos la evidencia de la magnitud y el alcance del lado oscuro de la economía digital. Al mismo tiempo, no aceptemos que sea una consecuencia inevitable del cambio tecnológico: La tecnología no destruye puestos de trabajo, ni genera desigualdad, ni tiene por qué amenazar la privacidad. Son los que han estado consciente o inconscientemente liderando el desarrollo de lo digital los que lo han hecho. La economía digital tiene un lado oscuro porque hay quien la lidera desde el lado oscuro. Contra ellos hay que y habrá que batallar.»

Más fácil, desde luego, decirlo que hacerlo. Este nuevo contrato requiere un liderazgo que hoy por hoy no parece evidente. Y este liderazgo, como todos, exige claridad en la dirección, eficacia en el alineamiento de quienes lo diseñen y un compromiso a medio plazo para una batalla larga y desigual. Habrá que reunir fuerzas para ello.

Cuando todos tenemos la culpa, pero la responsabilidad no es de nadie

160413 Culpa y responsabilidad ForgesNo debo ser el único en sentirme aludido por esta viñeta de Forges. Esos políticos son los que hemos elegido. Pese a sus manifiestas divergencias, sus posiciones coinciden en algo fundamental: la culpa de todo siempre la tienen los otros. Y, de rebote, los que hemos votado a los otros. O sea, todos menos ellos. Nadie se hace responsable.

¿Qué pasaría si todos los que albergamos últimamente estos sentimientos hiciéramos, por ejemplo, una huelga de votos caídos? Muy probablemente, que los políticos no votados encontrarían la forma de echarnos a nosotros la culpa de la abstención y salir ellos indemnes.

La situación me hace recordar el viejo chiste acerca de un profesional júnior del marketing que justificaba ante su jefe las bajas cifras de venta de su producto argumentando que “He hecho un estudio de mercado y el mercado se equivoca”. Le despidieron. Para una empresa, el mercado es como es; de lo que se trata es de entenderlo o de influir en él.

160409 Economist Facebook coverPero se puede dar la vuelta al argumento, porque la historia funciona también al revés.

 

Un reportaje en The Economist informa de que Facebook vale en Bolsa 325.000 millones de dólares, lo que la sitúa en el sexto lugar del ranking mundial de empresas cotizadas.

Imagino que si hicéramos una encuesta acerca de la justificación de este fenómeno, serían muchos los tentados de argumentar que el mercado se equivoca. Que lo que Facebook produce no vale tanto. Que  no se le debería dar tanto valor.

Una reflexión que podría a extenderse a la valoración de otras plataformas digitales. (No citaré ninguna, pero mis seguidores, si tengo alguno, sabrán que pienso en primer lugar en Uber y similares).

Así y todo, aún tomando el cuenta la enormidad de estas valoraciones, un informe reciente de McKinsey, citado en Fortune, avisa de que:

«En todas las industrias, los disruptores digitales a menudo destruyen más valor para los incumbentes del que crean para ellos mismos.«

Una afirmación que, viniendo de quien viene, debería hacernos reflexionar.

Por dos motivos. En primer lugar porque, como argumenta apasionadamente Douglas Rushkoff en su último libro, la lógica de estas plataformas digitales es «extraer valor de sus participantes y enviarlo hacia arriba». Un arriba con mucha menos gente que abajo, que alberga a financieros y especuladores del 1% con los que la mayoría tenemos más bien poco en común.

Pero, y quizá éste sea el motivo de preocupación más importante, hay también que reflexionar sobre los daños colaterales que genera la destrucción destructiva de (algunas de) estas plataformas. Los vendedores de enlaces no se sienten responsables del futuro del periodismo. Ni las plataformas de streaming del modus vivendi de los músicos. Ni Uber del transporte público. Ni las plataformas de turismo P2P del equilibrio habitacional de los barrios. Ni Facebook de …

No se trata de nada nuevo. La industria se ha hecho en general poco o nada responsable de los efectos colaterales que su actividad ha generado sobre el patrimonio común (los commons). Sobre el medio ambiente, por ejemplo. Algo deplorable, pero también algo  que, por lo menos en los países democráticos, hemos permitido entre todos que sucediera.

Aunque, dirán algunos, todo eso empezó en un tiempo en que los ciudadanos no teníamos el poder de la Red. Los  tiempos han cambiado. ¿O no?

Vayamos de vuelta a la política. Porque parece que la mayoría de los votantes pensamos que lo mejor sería no repetir las elecciones. Tenemos la legitimidad democrática y la red. Y sin embargo, …

¿Dónde encontraremos respuestas y alternativas? Desarrollando una técnica moral que ayude a conseguir que suceda lo que pensamos que tendría que suceder. Apuntando a una innovación social maximalista, que resulte en nuevas instituciones y equilibrios de poder. Y, por supuesto,  encontrando y apoyando el liderazgo transformador que ponga todo ello en marcha.

En ello andamos.