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No es la inteligencia artificial lo que da miedo

El suplemento Ideas de El País de 18/3/2018, dedicado en buena parte a la inteligencia artificial, es un ejemplo de la promoción acrítica de una versión sesgada del progreso tecnológico y su impacto social (ya desde el imperativo «debemos» del titular principal).

(En el interior (de la edición papel), otro titular Lo que los coches pueden enseñarnos sobre los robots«) utiliza un léxico asimismo discutible, dado que es obvio que los coches no van a enseñarnos nada).

«Los tribunales y la sociedad en general tardaron un tiempo en entender tanto los aspectos técnicos del coche, como los problemas que planteaba el tráfico.»

Sí podemos aprender algo de la historia social de la introducción del automóvil, y en particular de su regulación. Como bien señala la articulista, las normas y restricciones sobre el uso del automóvil no se centraron inicialmente tanto en los aspectos técnicos de los vehículos como en los cambios en ordenación del espacio público tras la aparición de ese nuevo artefacto. Algo que en su momento incluyó innovaciones como carriles, señales de tráfico, zonas de aparcamiento en la calle, semáforos y pasos de peatones.

Ahora bien, cuando observamos el impacto global del automóvil en la ciudad, en aspectos como la proporción de espacio público que ocupa o su incidencia en la contaminación, ¿podemos estar igualmente satisfechos de cómo se ha regulado socialmente la proliferación del automóvil privado? ¿Qué hubiera pasado si, por ejemplo, se hubiera dado preferencia desde un primer momento al desarrollo del transporte público? Imagino que quien lo intentara encontraría una enorme presión en contra de los emprendedores de la industria del automóvil y de sus inversores, así como la reivindicación de los derechos individuales de los (inicialmente privilegiados) primeros usuarios del automóvil.

«Las tecnologías alternativas no son las que determinan cambios en las relaciones sociales; son más bien el reflejo de esos cambios.» (David Noble, «Forces of Production: A Social History of Industrial Automation»).

Pero sigamos a la articulista y aceptemos que la historia (y las consecuencias) de la introducción del automóvil pueden ayudarnos a pensar sobre la introducción (y las consecuencias) de la inteligencia artificial. Una primera conclusión sería entonces que, si a algo tenemos que temer, no es a la inteligencia artificial (tampoco tenemos miedo de los motores de explosión), sino a las motivaciones, la ética y la responsabilidad social las personas y grupos sociales que las diseñan, financian, despliegan y promueven.

No podemos a este respecto coincidir con la articulista cuando propone que:

«Son los ingenieros, los científicos de datos, así como los departamentos de marketing y los Gobiernos que usen o tengan que regular dichas tecnologías, quienes deben comprender la dimensión social y ética de la inteligencia artificial.«

No podemos hacerlo, porque precisamente historias como la del automóvil (o más recientemente la de la Web 2.0 y las redes sociales, por poner sólo un ejemplo) no conducen precisamente a confiar en exclusiva a esos colectivos la comprensión de las dimensiones éticas y sociales de las tecnologías. (Ver el artículo sobre robots sexuales en el mismo suplemento).

«Me parece asombroso que los tecnoevangelistas hagan alarde de que puede ofrecer una suerte de eterno progreso a la humanidad; sin embargo, tan pronto se les confronta con cuestiones éticas caen en el determinismo y el fatalismo.» (Rob Riemen, «Para combatir esta era«)

Otro artículo en el mismo suplemento, también sobre la inteligencia artificial, concluye que:

«Es necesario aumentar la conciencia sobre los límites de la IA, así como actuar de forma colectiva para garantizar que se utilice en beneficio del bien común con seguridad, fiabilidad y responsabilidad.»

Una conclusión bien intencionada, razonada y razonable. Si no fuera porque los recursos destinados a esa actuación colectiva para garantizar el bien común son mucho menores que los que utilizan quienes no consideran el bien común como su prioridad ni su responsabilidad.

El cientificismo, no las Ciencias, amenaza a las Humanidades

Hace unos días, el Colectiu Pere Quart organizó una reunión en el Ateneo de Barcelona bajo el lema «¿Un siglo XXI sin humanidades?«, con el objetivo de debatir «el papel de las humanidades ante los grandes retos, cada vez más frenéticos, del siglo XXI«.

Desafortunadamente, pienso, la mayoría de las intervenciones podrían calificarse, en palabras de  Gregorio Luri, como de anti-anti-Humanidades. Es decir, centradas en denunciar a quienes postergan los recursos destinados a la educación en humanidades (sobre todo las administraciones) en lugar de presentar un relato en clave de futuro. Nadie lo mencionó, pero el espíritu de Lakoff Conoce tus valores y enmarca el debate«) flotaba en el ambiente.  Cuando aceptas debatir dentro del marco mental y el lenguaje de tu oponente, ya has perdido.

En relación al papel de las humanidades en la sociedad, se manifestaba entre los asistentes un malestar general por las presiones que desde el mundo empresarial se dirigen a que el sistema educativo produzca profesionales con un perfil adaptado a las necesidades de las empresas. Un síntoma de ello son las múltiples propuestas de dar un tratamiento preferencial a los estudios STEM (Science, Technology, Engineering and Mathematics).

En este contexto, Jaume Aulet, del Colectiu Pere Quart, llamó acertadamente la atención sobre cómo un buen número de disciplinas relacionadas de un modo u otro con el comportamiento humano se rebautizan como Ciencias (p.e. Ciencias Políticas, Ciencias de la Comunicación, Ciencias Económicas, Ciencias de la Educación). Se trata de un síntoma más del cientificismo, que la Wikipedia define como:

«La postura que afirma la aplicabilidad universal del método y el enfoque científico, y la idea de que la ciencia empírica constituye la cosmovisión más acreditada o la parte más valiosa del conocimiento humano, aun la exclusión de otros puntos de vista.«

La cuestión es que el cientificismo al uso es reduccionista en múltiples sentidos, por lo que representa una amenaza no sólo para las Humanidades, sino para las Ciencias en su sentido más amplio.

  • De entrada, por su postura insostenible (tema para otra entrada) de negar que exista otro conocimiento fiable que no sea el científico.
  • En segundo lugar, porque la historia muestra que muchos de los que contribuyeron a la ciencia moderna a partir de la segunda mitad del siglo XIX tenían una sólida formación filosófica. Sólo a principios del siglo XX, y principalmente desde los EEUU, la presión de los grandes capitalistas del momento propició que la orientación de las Universidades virara desde la formación de «laborious thinkers» a la de «thinking labourers».
  • Por último, porque la mayoría de los discursos sobre STEM enfatizan sobre todo la Tecnología, y más específicamente la capacidad de programar sistemas informáticos.

Me quedo con el planteamiento de Marina Garcés, que en consonancia con las tesis de sus últimos líbros, intervino apuntado a reivindicar futuros más que a recuperar el pasado. Cito de su propuesta de una «Filosofía inacabada«, que «nos interpela hoy en un mundo que muestra síntomas de agotamiento, como planeta y como modelo de sociedad»:

  • «La filosofía es un pensamiento que transforma la vida.»
  • «La filosofía es una forma de compromiso con el mundo.»
  • La filosofía no es útil ni inútil, es necesaria.»

Tengámoslo presente: el cientificismo reduccionista es una amenaza no sólo para las Humanidades, sino para la Ciencia bien entendida. Y, como consecuencia, para el futuro de la sociedad. Anticipándome a posibles descalificaciones, así lo reivindico desde mi titulación de «Doctor en Filosofía en la especialidad de Física» que el M.I.T. tuvo a bien concederme en su momento.

Continuará.

Crédito imagen: https://www.theguardian.com/books/2016/aug/24/homo-deus-by-yuval-noah-harari-review

Ideología e instituciones para la Revolución Industrial 4.0

El Presidente del World Economic Forum (WEF), organizador de la célebre reunión de Davos, parece tener la certeza de que estamos abocados a una cuarta revolución industrial:

«Estamos al borde de una revolución tecnológica que alterará los fundamentos del modo en que vivimos, trabajamos y nos relacionamos unos con otros. Por su escala, alcance y complejidad, esta transformación será diferente de todo lo que la humanidad ha experimentado hasta ahora.»

Se trata de una afirmación discutible. De entrada, porque no es la revolución tecnológica lo que ha provocado, provoca o puede provocar la transformación de la humanidad. Recordemos, una vez más, el dictamen de  Peter Drucker:

«La sociedad de 2030 será muy diferente de la actual y muy poco parecida a la que predicen los futuristas más prominentes. No estará dominada, ni siquiera conformada por la tecnología. La característica central de la nueva sociedad, como la de sus predecesores, serán nuevas instituciones y nuevas teorías, ideologías y problemas

La evidencia muestra, en efecto, que la ideología del capitalismo de mercado y las instituciones diseñadas desde esta ideología fueron el verdadero desencadente de la revolución industrial en Occidente. La tecnología fue el instrumento de ese modelo de desarrollo social. En los países comunistas, la misma tecnología, conducida desde la ideología marxista, fue instrumental para otro modelo totalmente distinto.

El CEO del WEF es ambiguo, creo que deliberadamente, sobre el modo en que tendrá lugar esta nueva gran transformación. Por una parte reconoce que:

«Ni la tecnología ni la disrupción que la acompaña son fuerzas exógenas acerca de las cuales los humanos carecen de control.

Tras lo cual concluye que:

Todos nosotros somos responsables de guiar su evolución […] Deberíamos aprovechar la oportunidad y el poder que tenemos para conformar la Revolución Industrial 4.0 y dirigirlas hacia un futuro que refleja nuestros objetivos y valores comunes.»

La ambigüedad, claro está, reside en el alcance del nosotros al que se refiere. ¿Cuáles son esos objetivos y valores? ¿Cuál es la comunidad que los tiene en común? ¿Quién, exactamente, tiene ese poder de conformar el rumbo de la RI 4.0?

La realidad, entre otras, de la política actual es una muestra de la fragmentación de la sociedad y de la dificultad de encontrar objetivos y valores comunes. También de la dificultad, cuando no de la impotencia, de las instituciones para gestionar esta realidad. La postura del WEF ante esta realidad planta una semilla muy peligrosa:

«Los gobiernos se enfrentarán a una presión creciente […] a medida que su rol central de conducir la política disminuye debido a nuevas fuerzas de competencia y a la redistribución y descentralización del poder que las nuevas tecnologías hacen posible […] En último término, la capacidad de adaptación de los sistemas de gobierno y las autoridades públicas determinará su supervivencia.»

La evolución tecnológica y la disrupción que comporta no son un fenómeno espontáneo. Resultan de objetivos, intenciones, impulsos e inversiones encarnadas en colectivos más o menos indeterminados, pero de ningún modo inclusivos ni demostrablemente democráticos. Es irresponsable descartar sin más la posibilidad de que, como señala Douglas Rushkoff en su último libro,

«Las nuevas tecnologías no se estén desarrollando para el beneficio de la humanidad, ni siquiera el de nuestros negocios, sino para maximizar el crecimiento del mercado especulativo. Y resulta que no da lo mismo.» 

Concluir entonces que lo único que las instituciones públicas deben hacer sea adaptarse equivale prácticamente a proponer un golpe de Estado. Que podría funcionar, porque el CEO del WEF tiene un punto (o más) de razón  cuando concluye que:

«Los decisores [públicos] de hoy están a menudo demasiado atrapados en un pensamiento lineal tradicional […] como para pensar estratégicamente acerca de las fuerzas de disrupción e innovación.»

También cuando afirma que:

«Los sistemas actuales de formación de políticas [públicas] y de toma de decisiones evolucionaron […] cuando los decisores tenían tiempo para estudiar cada asunto y desarrollar la respuesta necesaria y el marco regulatorio adecuado.»

Pero ‘adaptarse‘ no puede ser la única opción. Corresponde a la tecnología y a quienes la impulsan aportar a la sociedad opciones, pero no decidir sobre ellas. Un organismo vivo, y la sociedad lo es, crece no en función de los nutrientes más abundantes, en este caso la tecnología, sino de los más escasos. En este caso, como reconoce el propio WEF, la responsabilidad del liderazgo es ayudar a proporcionar respuestas sobre el ‘para qué’ de cada una de las opciones tecnológicas y sobre el ‘cómo’ desplegar las que corresponda.  Algo para lo que serán necesarios innovación nuevos diseños institucionales y sociales inspirados por valores que vayan más allá de la simple eficiencia tecnológica.

Será cuestión de ponerse a ello.

La exponencialidad no es una causa, sino una consecuencia

“Idea TFP” is defined as the ratio of the output of ideas to the inputs used to make them.

Es cada vez más habitual que se nos presente la evolución exponencial de las tecnologías poco menos que como resultado de una ley natural e incontestable. Algunos creen en ella, o así lo aparentan, con una fe poco distinta de la religiosa. Otros intentan construir una teoría integrada de la tecnología, presentándola como una fuerza sobrenatural a la que la condición humana y la sociedad tienen la obligación de acomodarse.

A este respecto, los estudios sobre la interacción entre tecnología y sociedad han puesto repetidamente de manifiesto la falacia ideológica inherente a considerar tecnología y sociedad como dos entidades independientes. De hecho, es posible argumentar de forma plausible que el desencadenante de la Revolución Industrial no fue tanto el desarrollo tecnológico como la adopción de la ideología del capitalismo de mercado.  El modo en que las tecnologías se desarrollaron en los laboratorios e implantaron en la sociedad estuvo (y está) directamente influido por el impulso de inversores, que cada vez en mayor proporción son inversores corporativos, representantes de grandes capitales.

Por eso me parece interesante reseñar un estudio de investigadores de Stanford (.pdf) que argumenta que la productividad en la producción de ideas lleva décadas disminuyendo de forma notoria; el ritmo de crecimiento de la tecnologia se mantiene o aumenta como consecuencia de multiplicar los esfuerzos en I+D:

«Exponential growth results from the large increases in research effort that offset its declining productivity.«

Si estos investigadores han hecho bien su trabajo, cuando nos hablen de la evolución exponencial de las tecnologías tendremos que tener en mente que es una consecuencia de un impulso inversor creciente. «Follow the Money«. Al considerar el impacto en la sociedad de las tecnologías exponenciales  hemos de pensar en qué tipo de impacto persiguen quienes invierten en ellas. Podría continuar, pero ahí lo dejo por ahora.