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Lenguaje analógico vs. lenguage digital: Un experimento.

Una entrada en el blog de Seth Godin me mueve añadir un ángulo adicional a su reflexión. Imagina que te regalan una fantástica caja de 120 colores, con un único requisito: Dar un nombre a cada uno de ellos. ¿Cómo responder? Imagino varias alternativas: Una descripción técnica, en la línea de las que algunos enólogos […]

¿Qué hacer ante la cultura de la queja?

Prolifera la cultura de la queja. Viene de lejos, aunque las redes sociales contribuyen a hacerla más notoria. Es una cultura victimista, basada en responsabilizar a cualquier otro, excepto a uno mismo, de lo que va mal, o siquiera no lo bastante bien.

Sabemos por experiencia, incluso la propia, que la cultura de la queja es adictiva, porque es egoísta. Empequeñece a quien la adopta, porque no interpela ni compromete. No llega ni siquiera a ser irresponsable, porque no se responsabiliza de nada.

No se trata, por tanto, de alabar o promover la cultura de la queja. Pero tampoco, aunque sólo sea por coherencia, instalarse en la queja de la cultura de la queja. Como en tantos otros ámbitos, aunque no podemos evitar la existencia de la cultura de la queja ni contrarrestar su proliferación, tenemos la libertad, y con ella la responsabilidad, de decidir qué hacer al respecto. Hay opciones.

Para empezar, mantenerse a distancia de los ámbitos en donde la cultura de la queja se fomenta y retroalimenta. En muchas de las tertulias de la tele; en los comentarios a las noticias de la prensa; en buena parte de las redes sociales. Se trata de una cultura tóxica y contaminante; mejor no respirarla.

Pero mantenerse a distancia no es la mejor opción cuando encontramos la queja en ámbitos en los que tenemos una responsabilidad o una cierta capacidad de influencia. Por ejemplo, en la educación de los adolescentes en el tránsito de una infancia en la que tienen sólo derechos a una edad adulta responsable.

«La gente que pide constantemente la intervención del gobierno está echando la culpa de sus problemas a la sociedad. Y no hay tal cosa como la sociedad […] La gente primero debe cuidar de sí misma.»

Margaret Thatcher.

Tampoco parece ético mantenerse a distancia, mirar hacia otro lado, cuando quienes se quejan tienen derecho a sentirse víctimas. No se trata de empatizar con la cultura de la queja, pero sí con personas que necesitan ayuda. En esos ámbitos, contra la cultura de la queja corresponde ejercitar la solidaridad. Lo contrario, hacer a las personas incondicionalmente responsables de su situación y de salir de ella, es la base de las políticas neoliberales que con tanto éxito abanderó en su momento Margaret Thatcher, con los resultados conocidos.

Por eso resulta preocupante que desde las posiciones de quienes no gustarían de ser tildados de neoliberales, se proclame que «necesitamos una sociedad que respete más a los que arriesgan y que ignore mucho más a los mediocres que solamente saben quejarse y bloquear«. Porque,

  • Si quienes promueven la cultura de la queja sistemática no tienen razón, alguien tiene que asumir la responsabilidad de utilizar la dialéctica para combatir sus razones. Lo contrario es abandonar el terreno al populismo, aunque sea de pequeña escala.
  • Habrá personas a la que aplicar, con empatía, los versos del poeta: «El mundo es así y vengo herido. Ten paciencia conmigo». 
  • Cuando en una organización se instala la cultura de la queja sistemática, hay que buscar la responsabilidad en la falta de liderazgo. El líder es el primer responsable de la cultura de una organización. Etiquetar a quienes se quejan de mediocres o encasillarlos en la categoría del no-talento es propio de líderes irresponsables. O sea, de falsos líderes.
  • Porque, a veces, promover el emprendimiento es también una forma de evitar el reto de cambios sistémicos y de este modo consolidar el ‘status quo’. (Tema para una próxima entrada).

Quizá la conclusión final es que, para lidiar con la cultura de la queja sistemática y sus efectos perniciosos, lo que hace falta es educar a muchos más liderazgos responsables. ¿Cómo y dónde hacerlo? Habrá que buscar respuestas, o crearlas.

 

 

Actuar como víctima o como agente: una cuestión de conciencia

Cito de una lectura de este verano:

«Quizá el ejercicio más importante de libertad personal es la decisión de si vivir como una víctima o como un actor».

El autor describe así la postura de quien escoge situarse como víctima:

«La víctima sólo presta atención a aquellos factores sobre los que no puede influir. Se ve a sí mismo como alguien que sufre las consecuencias de las circunstancias externas. La víctima mantiene su autoestima alegando inocencia. Sus explicaciones nunca lo incluyen, ya que no tiene nada que ver con el problema. Nunca reconoce ninguna contribución a la situación actual. Cuando las cosas van mal, la víctima busca a quien culpar […] Para la víctima, los problemas siempre vienen de las acciones de otras personas.»

Estamos viendo estos días demasiados ejemplos de esta postura. Porque es tentadoramente cómoda y satisfactoria. Porque el cambio de la actitud «víctima» a la actitud «agente» es de calado. Supone pasar del «Es imposible» a «Aún no hemos encontrado la solución»; de «Alguien debería hacer algo» a «Estoy dispuesto a dar un primer paso»; de «No tengo tiempo (o dinero)» a «Tengo otras prioridades».

El cambio de lenguaje es sólo un primer paso. Pero imprescindible para otros primeros pasos.

La clave de la transformación digital no es digital

163110 Blog Coperfield

When everyone is in favor… It’s almost certain that there’s confusion about what’s being decided. (Seth Godin).

La (mal llamada) transformación digital se nos presenta como un imperativo imprescindible para la supervivencia de empresas y organizaciones de todo tipo. Pero su significado es ambiguo.

La mayoría de las referencias a la transformación digital hacen hincapié preferente en lo digital. Según la Wikipedia, por ejemplo,

«La transformación digital se describe como el efecto global y general de la digitalización […] Es el cambio asociado a la aplicación de la tecnología digital en todos los aspectos de la sociedad humana.»

Es una definición no satisfactoria, limitada, que obvia por completo las implicaciones de la transformación que conlleva necesariamente esa aplicación extensiva de lo digital.

En nuestra experiencia ayudando desde Coperfield a facilitar procesos colectivos de cambio, constatamos continuamente la dificultad de alinear a los equipos en torno a respuestas precisas a las preguntas clave a las que ha de responder cualquier iniciativa de transformación: ¿Para qué y Por qué cambiar? ¿Qué cambiar? ¿Cómo y cuándo hacerlo? ¿Quién ha de estar implicado?

Una respuesta típica a ¿Para qué y Por qué cambiar? estaría en esta línea:

En primer lugar, porque hay cada vez más modos de aprovechar la digitalización, y los seguirá habiendo porque el rirmo de los avances tecnológicos en todo lo digital es muy grande.

Lo cual significa que hoy más que nunca desde la Revolución Industrial, todas las industrias deben adoptar la digitalización, o de lo contrario se arriesgan a ser ‘uberizadas’ por el uso agresivo de la tecnología digital por parte de un competidor.

Supongamos que este imperativo digital resulte convincente (quizá no lo sea para todos los públicos, para todas las empresas). Si se acepta, la siguiente cuestión a responder es ¿Qué cambia la transformación digital? Algunas respuestas inmediatas:

  • La infraestructura tecnológica, que es strictu sensu lo único que propiamente se digitaliza.
  • Los procesos de negocio que utilizan esa infraestructura.
  • El modelo de negocio al que sirven esos procesos.
  • La estrategia para la que ese modelo de negocio es adecuado.

Parece mucho, y así y todo no es suficiente. Porque si el motor de la transformación digital es una tecnología digital en constante estado de evolución, adoptar la transformación digital tendría que conllevar la disposición a un cambio, o como mínimo una adaptación constante de la estrategia, modelo y procesos de negocio.

Es este sentido en el que hay que entender la prescripción de Genís Roca:

«Strictu sensu, transformación digital sólo quiere decir: ¿Estás preparado para cambiar y no dejar de cambiar? […] El reto es sobre todo cultural y organizativo«.

La clave del cómo llevar a cabo la transformación digital está pues en habilitar una cultura de transformación, que va más allá de una cultura sobre lo digital. En cualquier organización, habilitar esa cultura es un proceso delicado, que exige un liderazgo que va también más allá de las competencias digitales.

Es frecuente que los aspectos cullturales y de liderazgo se subestimen desde la perspectiva tecnocrática habitual. Hay, por ejemplo, quien argumenta que «si los equipos de trabajo tienen competencias digitales y están suficientemente familiarizados con las nuevas tecnologías […] bastará con identificar a los líderes que impulsarán la gestión del cambio y la transformación desde el corazón de cada empresa.»

Pero identificar, preparar y empoderar a los líderes del cambio, de cualquier cambio, en cualquier organización, es precisamente una tarea mucho más delicada que la de habilitar competencias digitales. Porque el liderazgo y la transformación de una cultura organizativa exige habilidades para trabajar con personas; lo cual, hoy por hoy, resulta más complejo y estimulante que manejar artefactos.

Con esto en mente, ¿cuál sería el perfil ideal de quien lidere la transformación digital en una organización?

NOTA: Una versión de esta entrada se publicó previamente en el blog de Coperfield for Social Good.

Este ciberoptimista se cae del guindo

160518 BlogLa tercera sesión del curso sobre «Lo común y la democracia» que Joan Subirats imparte en la Escuela Europea de Humanidades, versó sobre «The Wealth of Networks«. Un libro que, publicado en 2005 alcanzó una cierta notoriedad e influencia, ha envejecido mal.

La tesis del libro, desarrollada en cerca de 500 páginas era que una serie de cambios en las tecnologías, la organización económica y las prácticas sociales de producción crean nuevas oportunidades acerca de cómo creamos e intercambiamos información, conocimiento y cultura. Pronosticaba así

«la emergencia de un nuevo entorno de información, en que los individuos tienen la libertad de adoptar un papel más activo del que era posible en la economía industrial de la información del siglo XX. Esta nueva libertad contiene una gran promesa práctica: como dimensión de libertad individual; como plataforma para una mejor participación democrática; como medio para promover una cultura más crítica y auto-reflexiva.»

Esa nueva libertad, habilitada por un incremento espectacular de la disponibilidad de instrumentos tecnológicos entre los ciudadanos, debería

«permitir a las personas creativas trabajar en proyectos creativos de forma más eficiente que la permitida por las empresas y los mecanismos de mercado tradicionales. El resultado es un sector floreciente de producción de información, conocimiento y cultura al margen del mercado, […] sujeto a una ética robusta de compartición abierta.» 

Algo de ello ha sucedido, desde luego. Pero en menor grado de la gran promesa que el autor anunciaba, creo que por varias razones fundamentales:

  • Una proporción relativamente pequeña de la población ha adoptado una postura de aprovechamiento activo de esa libertad.
  • El sector capitalista y de mercado ha sabido usar esas mismas herramientas y posibilidades para construir nuevas posiciones de poder, reforzando también algunas de las antiguas.
  • Como cabría por otra parte esperar, las nuevas herramientas se han usado para intercambiar más información que conocimiento.
  • Al mismo tiempo, si entendemos la cultura como códigos de comportamiento socialmente permitidos y/o recompensados, las nuevas tecnologías se han usado tanto o más para reforzar los valores de una sociedad de consumidores y del capitalismo liberal que para construir o impulsar sus alternativas.

En una publicación reciente (.pdf), el propio Benkler reconoce la existencia de «varios acontecimientos que están virando hacia una Internet que facilita la acumulación de poder por un conjunto influyente y relativamente pequeño de actores estatales y privados». Acierta además en el diagnóstico de lo ocurrido:

«La arquitectura de Internet conforma poder; a diferencia de sus primeros tiempos, todo el mundo lo entiende hoy […] Cuando inició el diseño de la Internet, pocos la conocían y eran menos todavía los que entendían su relevancia. Las mayores decisiones de diseño se tomaron en un vacío de poder.«

Han pasado cosas desde entonces. La primera y más importante es que, como en otras ocasiones en la historia social de la tecnología, los que persiguen el poder porque saben para qué y cómo usarlo se han aplicado, con bastante éxito, en apalancarse en las nuevas tecnologías para sus propósitos y objetivos, aportando para ello sus propios valores, su ideología y su cultura. Ya en 2010, en un artículo en Scientific American cuya resonancia se ha disipado, Tim Berners-Lee alertaba sobre este fenómeno.

Para empezar, sería para ello importante que dejáramos de referirnos a Internet como si fuera una única tecnología o un único artefacto. Porque en realidad es un sistema compuesto de elementos tan diversos como la red de redes (el objetivo original), la WWW o los servicios de tecnogigantes como Google, Facebook o similares. Sospecho que no soy el único al que le costarían hacer la lista completa de todos ellos.

Mi conclusión: Es necesario politizar la tecnología. Y no dejar esta responsabilidad en manos de los tecnólogos, ni de los tecno-utópicos, ni mucho menos en manos de los propagandistas del lado oscuro, que los hay.

Crecimiento, responsabilidad, liderazgo, crisis

160310 BlogRecortes de El País de estos días. Crisis (¿de liderazgo?) en Podemos. Reflexión de profundidad en la CUP sobre su modelo de organización.

Incluso suponiendo que lo que refleja El País sea imparcial, que pudiera no serlo, sería injusto y demasiado fácil ensañarse con las dificultades de estos nuevos parlamentarios. Porque no es para nada evidente que quienes les critican serían capaces de hacerlo mejor. Cito (como en una entrada anterior) a Daniel Innerarity:

«Las sociedades encomiendan a sus sistemas políticos la gestión de los problemas más complejos […] Se nos olvida que su incompetencia y desacuerdo (de los políticos) se debe a que les hemos trasladado los problemas que no se resuelven mediante una competencia irrefutable […] Ellos discuten para que los demás podamos ahorrarnos las disputas que más nos incomodan.«

Dos posibilidades. Tal vez los activistas (cuya especialidad es oponerse, movilizarse en contra de algo) sean malos candidatos para responsabilidades de gobierno que exigen actuar a favor de algo, construir. Si es cierto que:

«La política consiste en hacer lo posible en un contexto dado, no en un contexto cualquiera.«

quizá también lo sea que:

«No deberíamos esperar de los movimientos sociales lo que éstos no pueden dar […] La política no elige entre el bien y el mal, sino entre lo malo y lo peor […] Esto exige una cierta complejidad del juicio político, de lo que es incapaz el discurso populista.»

De otra parte, desde una perspectiva más esperanzadora, lo que observamos sería una manifestación de una crisis inevitable en todo proceso de crecimiento de una organización. O, si se prefiere de su transición a la madurez. Es la dificultad en pasar de saber QUÉ queremos hacer, o creemos que hay que hacer, a CÓMO ponerlo en práctica. Muchos lo hemos experimentado en el paso de la adolescencia, cuando nos dominan los ideales, a la edad adulta, cuando hemos de tomar decisiones, asumir responsabilidades y, casi siempre, aceptar compromisos, aunque sean temporales. Lo mismo sucede, aunque con un nivel adicional de complejidad, en una organización (no sólo en las de naturaleza política):

«Hay una gran diferencia entre expresar una aspiración y decidir entre las alternativas posibles […] Nuestros ideales dicen algo acerca de lo que queremos ser, pero nuestros compromisos revelan quiénes somos.»

El objetivo del crecimiento personal es desarrollar positivamente una personalidad. En el caso de un grupo o de un equipo, el equivalente de la personalidad sería la cultura sobre la que ha teorizado Edgar Schein. Desarrollar una cultura exige alinear a los miembros del grupo tanto en torno a su propósito (QUÉ hacer) como a su modus operandi (CÓMO actuar). Un alineamiento que para nada es trivial:

«Cada grupo debe aprender cómo convertirse en un equipo. El proceso no es automático.«

Hemos de entender que este aprendizaje es un paso obligado, aunque sea todavía pronto para valorar si los partidos emergentes lo superarán o no con nota. Innerarity advierte al respecto que:

«La política es el arte de distinguir correctamente en cada caso entre aquello en lo que debemos ponernos de acuerdo y aquello en lo que podemos e incluso debemos mantener el desacuerdo.«

Algo que se aplica tanto a la política parlamentaria como a la política interna de una organización, sea o no un partido político. Para quien tenga una aspiración que vaya más allá de sus propias capacidades y recursos, que requiera juntar y alinear una comunidad, un grupo, un equipo, las experiencias de Podemos o de la CUP son una oportunidad de reflexión y, ¿por qué no?, de aprendizaje.