La regulación con sentido es un reto para cualquier inteligencia

Llevar a la práctica el ‘Brexit’ obligará al Gobierno Británico a reponer, transponiéndolas o adaptándolas, todas las leyes y regulaciones de la Unión Europea que dejarán de ser vigentes en el Reino Unido una vez se consume la separación.

Un trabajo considerable. Traduzco del documento oficial del Gobierno:

«No hay una cifra única acerca de cuánta legislación de la UE forma parte de la legislación del Reino Unido. De acuerdo con EUR-Lex, la base de datos legal de la UE, actualmente hay más de 12.000 reglamentos de la UE vigentes […] La investigación de la Biblioteca de la Cámara de los Comunes indica que alrededor de 7.900 instrumentos legales han aplicado la legislación de la UE.«

Un diagnóstico aque asusta. En primer lugar, porque la propia administración no está segura de cuántas regulaciones europeas está en teoría aplicando (ni cuáles, en consecuencia). Pero, y sobre todo, porque intuyo que la comprensión e interiorización de decenas de miles de reglamentos, cada uno de ellos probablemente con decenas o centenares de artículos, está fuera del alcance de la capacidad de la inmensa mayoría de las mentes.

Lo cual, más allá del caso británico (porque supongo que la mayoría de esas mismas regulaciones deben estar vigentes en España), propicia varias cuestiones :

  1. Dado que es imposible que cada uno de nosotros las conozca y las entienda, ¿cuál es la probabilidad de que estemos incumpliendo alguna de estas decenas de miles de leyes o reglamentos sin ni siquiera ser conscientes de que existen?
  2. ¿Son todas estas regulaciones realmente necesarias? ¿No cabrían enfoques alternativos para ordenar el funcionamiento de la sociedad?
  3. ¿Cuál sería la metodología y la técnica más eficiente para transponer esa legislación, como se proponen hacer los británicos? ¿Y para modificarla y hacerla más comprensible?

Al respecto de esta última cuestión, ¿podría la inteligencia artificial ayudar a la natural en estas tareas de re/regulación?

Por coincidencia o no, han aparecido en mi pantalla varias lecturas que sugieren una respuesta positiva:

  • «JPMorgan Software Does in Seconds What Took Lawyers 360,000 Hours«. El banco trata de simplificar sistemas y evitar redundancias. Un nuevo software lleva a cabo en segundos tareas que requerían 360.000 horas de trabajo (in)humano.
  • «Beyond Tech: Policymaking in a Digital Age«. Una propuesta de rediseñar el proceso de elaboración de normas y, en última instancia, la elaboración de leyes. A medida que aumenta la complejidad de la sociedad, la probabilidad de que la primera versión de una regulación resulte ser la correcta es pequeña. Se habrá de aprender a perfeccionar leyes imperfectas.

Ahora bien, como la tecnología es un arma de dos filos, y como el dominio de estas tecnologías expertas está cada vez más en manos de intereses privados, tendríamos que dar por supuesto que aparecerán propuestas de ‘inteligencias privadas’ para ‘ayudar’ al legislador. Síntomas de ello aparecen ya en las publicaciones cómo ésta («How can we regulate the digital revolution?«) del  World Economic Forum:

«Como son tantas las cuestiones normativas que aparecen al respecto de los nuevos modelos de negocio que utilizan tecnologías exponenciales, algunos propietarios de negocios están adoptando un rol proactivo. […] Necesitan trabajar con los gobiernos  ​​para desarrollar regulaciones flexibles, transparentes y participativas, basadas en nuevos modelos de colaboración entre los sectores público y privado […] con miras a optimizar los resultados, el impacto y la sostenibilidad«.

La cuestión, sin embargo, es determinar el sentido preciso de esta ‘optimización’, que para los autores del artículo, es que «los innovadores tengan la libertad de aplicar las tecnologías de mañana sin que las regulaciones de ayer las reduzcan.«

¿Cómo nos posicionamos ante la perspectiva de que aparezcan sistemas de inteligencia artifical legisladora, con capacidades posiblemente superiores a las de los políticos y los organismos reguladores y legisladores actuales? (lo que tampoco, dicho sea de paso, parece mucho pedir).

¿Es irresponsable el optimismo tecnológico?

La serendipia internética me lleva hasta «Humanity and AI will be inseparable«, una entrevista con la investigadora responsable de machine learning en Carnegie-Mellon.

Una de sus afirmaciones me llama especialmente la atención:

«Creo que la investigación que estamos haciendo en sistemas autónomos – coches autónomos, robots autónomos – es una llamada a la humanidad para ser responsable. En algun sentido, no tienen nada que ver con la tecnología. La tecnología se desarrollará. La inventamos nosotros – los humanos. No viene del cielo ni de extraterrestres. Es nuestro descubrimiento. Es la mente humana la que ha concebido este tipo de tecnología, y es por tanto la responsabilidad de la mente humana hacer un buen uso de ella.»

Se me antoja que es una afirmación certera y a la vez inútil en la práctica.

Porque lo cierto es que ‘la mente humana’ no existe como tal. Es solamente una abstracción. Existen, desde luego, mentes humanas. Muchos tipos de mentes humanas, con una variedad enorme de características. Y no todas ellas gobiernan conductas que pudiéramos considerar precisamente como responsables. Las evidencias son tan numerosas y cercanas que no hace falta ni siquiera empezar a enumerarlas.

Más aún. Algunas mentes humanas actúan, casi literalmente, como si estuvieran poseídas por fuerzas del mal. (¿Hacen falta ejemplos?) Podemos tener pues la absoluta seguridad de que habrá mentes humanas que se aplicarán, si no lo están haciendo ya, a utilizar los resultados de la investigación en inteligencia artificial para fines que poco tendrán que ver con el beneficio de la humanidad. Eso, además de la posibilidad de que mentes enfermas, que también las hay, se apliquen exclusivamente a hacer daño.

A partir de ahí, ¿cuál es la mente humana responsable a la que se refiere la investigadora?

Más en concreto, me pregunto ¿cuál es la responsabilidad de las mentes humanas que impulsan, desarrollan y financian nuevas tecnologías como la inteligencia artificial? ¿Deberían hacerse responsables de los usos malévolos que puedan aparecer? ¿Deberíamos hacerles responsables?

Langdon Winner escribió hace ya tiempo que «en el terreno técnico repetidamente nos involucramos en diversos contratos sociales, las condiciones de los cuales se revelan sólo después de haberlos firmado

Añadiría que, en demasiadas ocasiones, quien firma el contrato ni siquiera nos lo enseña. Y, si quien lo firma es un político de los de hoy, me temo que haya una alta probabilidad de que lo firme sin leerlo o sin entenderlo.

Ideología e instituciones para la Revolución Industrial 4.0

El Presidente del World Economic Forum (WEF), organizador de la célebre reunión de Davos, parece tener la certeza de que estamos abocados a una cuarta revolución industrial:

«Estamos al borde de una revolución tecnológica que alterará los fundamentos del modo en que vivimos, trabajamos y nos relacionamos unos con otros. Por su escala, alcance y complejidad, esta transformación será diferente de todo lo que la humanidad ha experimentado hasta ahora.»

Se trata de una afirmación discutible. De entrada, porque no es la revolución tecnológica lo que ha provocado, provoca o puede provocar la transformación de la humanidad. Recordemos, una vez más, el dictamen de  Peter Drucker:

«La sociedad de 2030 será muy diferente de la actual y muy poco parecida a la que predicen los futuristas más prominentes. No estará dominada, ni siquiera conformada por la tecnología. La característica central de la nueva sociedad, como la de sus predecesores, serán nuevas instituciones y nuevas teorías, ideologías y problemas

La evidencia muestra, en efecto, que la ideología del capitalismo de mercado y las instituciones diseñadas desde esta ideología fueron el verdadero desencadente de la revolución industrial en Occidente. La tecnología fue el instrumento de ese modelo de desarrollo social. En los países comunistas, la misma tecnología, conducida desde la ideología marxista, fue instrumental para otro modelo totalmente distinto.

El CEO del WEF es ambiguo, creo que deliberadamente, sobre el modo en que tendrá lugar esta nueva gran transformación. Por una parte reconoce que:

«Ni la tecnología ni la disrupción que la acompaña son fuerzas exógenas acerca de las cuales los humanos carecen de control.

Tras lo cual concluye que:

Todos nosotros somos responsables de guiar su evolución […] Deberíamos aprovechar la oportunidad y el poder que tenemos para conformar la Revolución Industrial 4.0 y dirigirlas hacia un futuro que refleja nuestros objetivos y valores comunes.»

La ambigüedad, claro está, reside en el alcance del nosotros al que se refiere. ¿Cuáles son esos objetivos y valores? ¿Cuál es la comunidad que los tiene en común? ¿Quién, exactamente, tiene ese poder de conformar el rumbo de la RI 4.0?

La realidad, entre otras, de la política actual es una muestra de la fragmentación de la sociedad y de la dificultad de encontrar objetivos y valores comunes. También de la dificultad, cuando no de la impotencia, de las instituciones para gestionar esta realidad. La postura del WEF ante esta realidad planta una semilla muy peligrosa:

«Los gobiernos se enfrentarán a una presión creciente […] a medida que su rol central de conducir la política disminuye debido a nuevas fuerzas de competencia y a la redistribución y descentralización del poder que las nuevas tecnologías hacen posible […] En último término, la capacidad de adaptación de los sistemas de gobierno y las autoridades públicas determinará su supervivencia.»

La evolución tecnológica y la disrupción que comporta no son un fenómeno espontáneo. Resultan de objetivos, intenciones, impulsos e inversiones encarnadas en colectivos más o menos indeterminados, pero de ningún modo inclusivos ni demostrablemente democráticos. Es irresponsable descartar sin más la posibilidad de que, como señala Douglas Rushkoff en su último libro,

«Las nuevas tecnologías no se estén desarrollando para el beneficio de la humanidad, ni siquiera el de nuestros negocios, sino para maximizar el crecimiento del mercado especulativo. Y resulta que no da lo mismo.» 

Concluir entonces que lo único que las instituciones públicas deben hacer sea adaptarse equivale prácticamente a proponer un golpe de Estado. Que podría funcionar, porque el CEO del WEF tiene un punto (o más) de razón  cuando concluye que:

«Los decisores [públicos] de hoy están a menudo demasiado atrapados en un pensamiento lineal tradicional […] como para pensar estratégicamente acerca de las fuerzas de disrupción e innovación.»

También cuando afirma que:

«Los sistemas actuales de formación de políticas [públicas] y de toma de decisiones evolucionaron […] cuando los decisores tenían tiempo para estudiar cada asunto y desarrollar la respuesta necesaria y el marco regulatorio adecuado.»

Pero ‘adaptarse‘ no puede ser la única opción. Corresponde a la tecnología y a quienes la impulsan aportar a la sociedad opciones, pero no decidir sobre ellas. Un organismo vivo, y la sociedad lo es, crece no en función de los nutrientes más abundantes, en este caso la tecnología, sino de los más escasos. En este caso, como reconoce el propio WEF, la responsabilidad del liderazgo es ayudar a proporcionar respuestas sobre el ‘para qué’ de cada una de las opciones tecnológicas y sobre el ‘cómo’ desplegar las que corresponda.  Algo para lo que serán necesarios innovación nuevos diseños institucionales y sociales inspirados por valores que vayan más allá de la simple eficiencia tecnológica.

Será cuestión de ponerse a ello.

Incluso fuera de Internet, si no eres el cliente, eres el producto

Hoy he dado una pequeña charla sobre liderazgo en esta feria sobre empleo.

Navegando un poco antes por su página web, he topado con la pantalla de registro:

  • Gratis si eres estudiante o buscas trabajo.
  • Pagando si eres un profesional.

Me ha venido a la memoria eso que hemos aprendido en Internet: «Si no eres el cliente, es que eres el producto.»

Más tarde, abriéndome camino entre los jóvenes que se agolpaban frente a los stands de las empresas, pensaba en ello.

La exponencialidad no es una causa, sino una consecuencia

“Idea TFP” is defined as the ratio of the output of ideas to the inputs used to make them.

Es cada vez más habitual que se nos presente la evolución exponencial de las tecnologías poco menos que como resultado de una ley natural e incontestable. Algunos creen en ella, o así lo aparentan, con una fe poco distinta de la religiosa. Otros intentan construir una teoría integrada de la tecnología, presentándola como una fuerza sobrenatural a la que la condición humana y la sociedad tienen la obligación de acomodarse.

A este respecto, los estudios sobre la interacción entre tecnología y sociedad han puesto repetidamente de manifiesto la falacia ideológica inherente a considerar tecnología y sociedad como dos entidades independientes. De hecho, es posible argumentar de forma plausible que el desencadenante de la Revolución Industrial no fue tanto el desarrollo tecnológico como la adopción de la ideología del capitalismo de mercado.  El modo en que las tecnologías se desarrollaron en los laboratorios e implantaron en la sociedad estuvo (y está) directamente influido por el impulso de inversores, que cada vez en mayor proporción son inversores corporativos, representantes de grandes capitales.

Por eso me parece interesante reseñar un estudio de investigadores de Stanford (.pdf) que argumenta que la productividad en la producción de ideas lleva décadas disminuyendo de forma notoria; el ritmo de crecimiento de la tecnologia se mantiene o aumenta como consecuencia de multiplicar los esfuerzos en I+D:

«Exponential growth results from the large increases in research effort that offset its declining productivity.«

Si estos investigadores han hecho bien su trabajo, cuando nos hablen de la evolución exponencial de las tecnologías tendremos que tener en mente que es una consecuencia de un impulso inversor creciente. «Follow the Money«. Al considerar el impacto en la sociedad de las tecnologías exponenciales  hemos de pensar en qué tipo de impacto persiguen quienes invierten en ellas. Podría continuar, pero ahí lo dejo por ahora.

Con mi móvil no hago lo que quiero, sino también lo que aborrezco

Imagen: fragmento de una diapo de Gerd Leonhardt

Un manifiesto anti-móvil publicado en Quartz (en plena semana del Mobile World Congress) me lleva hasta un estudio del siempre fiable Pew Research Center sobre el uso de los móviles. Sigue un extracto de las conclusiones:

«Los estadounidenses consideran que los teléfonos celulares distraen y molestan cuando se usan en entornos sociales, pero al mismo tiempo, muchos usan sus propios dispositivos durante los encuentros en grupo […] El 82% de los adultos dicen que cuando las personas usan sus teléfonos en estos entornos la conversación queda perjudicada. [Así y todo], el 89% de los propietarios de teléfonos móviles dicen que usaron su teléfono durante la reunión social más reciente a la que asistieron. […] A pesar de este sentimiento generalizado de que el uso de teléfonos móviles durante las reuniones sociales puede ser más un obstáculo que una ayuda, casi todo el mundo usa su móvil durante estas reuniones y observa que los otros miembros de sus grupos sociales hace lo mismo.»

Por pura serendipia, la lectura de uno de los libros que intento digerir en paralelo me conduce hasta un fragmento de la carta de San Pablo a los Romanos:

«Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí. Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí.» (7:19-24)

En la tradición cristiana, el demonio es el vehículo del mal, el que moviliza el lado oscuro (el doble) en el alma humana, el que genera las tentaciones del ‘hago lo que no quiero’ a que se refiere San Pablo. En las situaciones concretas a las que se refiere el informe de Pew, el móvil sería entonces uno más de los instrumentos de esa fuerza oscura.

Otra vez por pura serendipia, en una conferencia esta semana en the ‘House of Beautiful Business‘ el autoproclamado futurista Gerd Leonhardt puso en pantalla la imagen de que encabeza esta entrada.

Que cada cual, por supuesto, saque sus propias conclusiones.

Dos modos de enfocar el test de Turing

Uno de estos días pude ver «The Imitation Game» por la tele (me la perdí en su momento). La conversación entre Turing y el policía que le investiga me trajo a la mente el ‘test de Turing’. El lío de la invasión de los bots  y la proliferación de comportamientos poco racionales en las redes sociales me sugirió entonces la reflexión que he puesto en la pizarra (inspirada en un comentario de Jaron Lanier).

No dudo que haya gente con buenas intenciones persiguiendo la opción de la izquierda. Pero me parece cada vez más evidente que otros, con intenciones menos loables, apuestan en paralelo por la segunda vía. Sin descartar que haya quien juegue a la vez con dos barajas.

 

Los multiversos que vienen

Multiversos

Por si la realidad que percibimos no fuera ya suficientemente compleja, parece que estamos abocados a reconocer la existencia de realidades múltiples.

Astrofísicos y cosmólogos teorizan sobre la existencia de multiversos, universos que tienen una existencia paralela a la de nuestro universo habitual. Para algunos, estos universos alternativos podrían haberse originado en una fluctuación cuántica al principio de los tiempos, llevando desde entonces una trayectoria en el espacio-tiempo independiente de la nuestra. En algunos modelos, estos universos se estarían alejando del nuestro a una velocidad superior a la de la luz, por lo que sería imposible comprobar su existencia, y aún menos acceder a ellos. Me pregunto entonces para qué preocuparse del asunto; aunque seguro que  quienes lo hacen tendrán sus motivos. A lo mejor lo que pasa es que viven en un mundo distinto del mío, o yo del suyo.

Podría ser. Porque los acontecimientos mediáticos de estos días apuntan a que existen también realidades paralelas dentro de nuestro propio universo, de nuestra propia sociedad. Uno diría, por citar sólo dos ejemplos extremos, que resulta plausible conjeturar que muchos de los votantes de Trump viven en una burbuja distinta de la propia de los simpatizantes de Podemos; y que ambas burbujas están en la práctica incomunicadas entre sí. Podrían comunicarse, pero no lo hacen. O sólo para insultarse.

Hay quien sostiene que la tendencia a vivir en una burbuja irreal es uno de los rasgos de la naturaleza humana. Tal vez. Pero también es cierto que el asunto está empeorando a base de la combinación del automatismo de los bots y de la inteligencia (por llamarla de algún modo) que permite bombardear a cada cual los contenidos que se supone que le interesan. Una tendencia que irá a más. Porque, como se recoge en un informe reciente del Pew Institute,

«El capitalismo no proporciona incentivos para combatir los filtros de burbujas y sus efectos negativos, y la gobernanza internacional y la de las administraciones es virtualmente impotente.«

Porque, como reconoce incluso un tecnófilo como Kevin Kelly, es casi inevitable que si una tecnología puede usarse para hacer el mal, alguien hará precisamente eso, hacer daño con ella:

«Me preocupa el hecho de que no tengamos un consenso global acerca de las reglas sobre la ciberguerra. En otras palabras, tendremos esas armas – porque parece que no hay una tecnología que no hayamos convertido en un arma.»

Aunque Kevin Kelly se refiere a una guerra entre naciones, sus palabras también se aplican a las batallas por captar la atención de la gente, a las guerras de poder por ‘fabricar‘ lo que la gente tome como ‘la verdad’.

Para atisbar hasta qué punto las cosas pueden ir a peor, y por tanto irán, echad un vistazo al video adjunto, que demuestra cómo alterar sobre la marcha la imagen de lo que alguien está diciendo.

[youtube https://www.youtube.com/watch?v=ohmajJTcpNk&w=560&h=315]

Aunque, bien mirado, la capacidad tecnológica para alterar la realidad también tiene su lado divertido. Echad un vistazo a esta cuenta de Twitter que versiona las órdenes ejecutivas de Donald Trump.

¿De qué es un síntoma la IPO de Snapchat?

160524 Snapchat

Viñeta: http://www.newyorker.com/cartoons/a19868

Lo confieso sin ningún rubor. No uso Snapchat. No me atrae. No lo necesito. Más aún. No me resulta fácil entender cómo son, en qué piensan, cómo viven, por qué o para qué lo necesitan esos 160 millones de personas que usan Snapchat cada día. Será cuestión de edad, como apunta la viñeta del New Yorker.

Anuncian ahora que Snapchat sale a Bolsa con una valoración de 25.000 millones de dólares, esperando atraer una inversión de unos 3.000 millones. Tampoco me resulta del todo fácil entenderlo, porque según las informaciones que se publican,  en 2016 la empresa perdió 515 millones de dólares, facturando sólo unos 350 millones. («Snapchat is in the money-burning business»).

Sabemos que los inversores, sobre todo los que se arriesgan en este tipo de operaciones, compran en función de expectativas de futuro. Como la continuidad de un crecimiento de usuarios al ritmo de un 40% anual. O que  los ingresos de la empresa alcancen los 1.000 millones de dólares este año.

Hay dos actitudes opuestas ante comportamientos que no entendemos. Una, demasiado habitual en mi opinión, es descalificar a quien los promueven adoptan, exhiben o promocionan. La otra es avivar la curiosidad y buscar explicaciones.

Prefiero la segunda. El éxito de Snapchat y el previsible de su salida a Bolsa es para mí un síntoma de que hay ahí afuera mundos que no se ajustan a los modelos mentales conforme a los que pienso, vivo y actúo. Confieso mi curiosidad. Agradeceré, de verdad, a quien proporcione explicaciones plausibles. Distintas, quiero decir, de asegurar que sólo se trata de un artilugio más para tener a la gente mortalmente entretenida y venderles así publicidad. Y de que hay gente con mucho dinero interesada precisamente en eso.

Más sobre la salida a Bolsa de Snapchat:

«Mark Zuckerberg is officially the new Bill Gates — and he could rain on Snap’s $3 billion parade«.

«Will the Snapchat I.P.O. Be a Flop?«.

«Here’s How Insanely Expensive Snap’s IPO Will Be«.