Explorando el origen de las tendencias tecnológicas

Cada mes de Enero la bandeja de entrada de mi correo se llena de informes varios sobre las tendencias tecnológicas para el año que empieza. Leerlos me deja siempre la duda de si resultan de una investigación sensata, o si son sólo el reflejo de las expectativas de quienes los redactan. Sin descartar que, cuando quien los publica es una consultora, se trate simplemente de una acción comercial, un vehículo para entablar conversaciones de negocio con sus clientes.

Lo que llama la atención por su ausencia, tanto en mi correo como en esos trabajados informes sobre las tendencias tecnológicas, es un mínimo análisis acerca del origen de esas tendencias. Como si fueran fruto del azar, o del designio de una divinidad inescrutable.

«Technology is not driving itself. It doesn’t want anything. Rather, there is a market expressing itself through technology.» (Douglas Rushkoff)

No debería ser así. En una entrevista reciente en La Contra, el escritor Alessandro Baricco apunta, a mi intender, en la dirección correcta al señalar que «Primero hubo una revolución mental que propició la digital”. En la misma línea, si bien en un lenguaje más académico, Manuel Castells ha analizado a fondo el estrecho vínculo entre el desarrollo de la ‘sociedad red’  y las distintas estructuras sociales de poder.

Pero la descripción de esos vínculos ausales, incluso su mención, está ausente de los informes que más circulan y se reproducen en la red. Y, sin embargo, no podremos entender la evolución y las consecuencias de la tecnología sin entrar en la mentalidad, las intenciones y los objetivos de quienes la impulsan y promueven. La tecnología es un vector de cambio, pero a su vez el resultado de vectores de cambio de una entidad conceptual superior.

Quizá una analogía con las ciencias pueda servir de ilustración. La fuerza de la gravedad que hace caer los objetos hacia la Tierra, la misma que mantiene a los planetas y a los satélites artificiales en sus órbitas, es consecuencia de la existencia del campo gravitatorio. Cuya naturaleza es a su vez una consecuencia de la teoría de la relatividad general que Einstein imaginó y a cuyo origen andan a su vez dando vueltas los científicos.

Pero este análisis causal, aplicado a la tecnología y su evolución, brilla por su ausencia, como mínimo en los medios y redes de mayor difusión. Lástima. Porque si se profundizara en el mismo se podrían investigar conjeturas interesantes. Como, por ejemplo, que Mark Zuckerberg no sea el malo de la película de las ‘fake news‘, sino sólo instrumento manipulado por fuerzas más poderosas, una mente hackeada como las que apunta Yuval Hariri.

¿Qué hacer ante la cultura de la queja?

Prolifera la cultura de la queja. Viene de lejos, aunque las redes sociales contribuyen a hacerla más notoria. Es una cultura victimista, basada en responsabilizar a cualquier otro, excepto a uno mismo, de lo que va mal, o siquiera no lo bastante bien.

Sabemos por experiencia, incluso la propia, que la cultura de la queja es adictiva, porque es egoísta. Empequeñece a quien la adopta, porque no interpela ni compromete. No llega ni siquiera a ser irresponsable, porque no se responsabiliza de nada.

No se trata, por tanto, de alabar o promover la cultura de la queja. Pero tampoco, aunque sólo sea por coherencia, instalarse en la queja de la cultura de la queja. Como en tantos otros ámbitos, aunque no podemos evitar la existencia de la cultura de la queja ni contrarrestar su proliferación, tenemos la libertad, y con ella la responsabilidad, de decidir qué hacer al respecto. Hay opciones.

Para empezar, mantenerse a distancia de los ámbitos en donde la cultura de la queja se fomenta y retroalimenta. En muchas de las tertulias de la tele; en los comentarios a las noticias de la prensa; en buena parte de las redes sociales. Se trata de una cultura tóxica y contaminante; mejor no respirarla.

Pero mantenerse a distancia no es la mejor opción cuando encontramos la queja en ámbitos en los que tenemos una responsabilidad o una cierta capacidad de influencia. Por ejemplo, en la educación de los adolescentes en el tránsito de una infancia en la que tienen sólo derechos a una edad adulta responsable.

«La gente que pide constantemente la intervención del gobierno está echando la culpa de sus problemas a la sociedad. Y no hay tal cosa como la sociedad […] La gente primero debe cuidar de sí misma.»

Margaret Thatcher.

Tampoco parece ético mantenerse a distancia, mirar hacia otro lado, cuando quienes se quejan tienen derecho a sentirse víctimas. No se trata de empatizar con la cultura de la queja, pero sí con personas que necesitan ayuda. En esos ámbitos, contra la cultura de la queja corresponde ejercitar la solidaridad. Lo contrario, hacer a las personas incondicionalmente responsables de su situación y de salir de ella, es la base de las políticas neoliberales que con tanto éxito abanderó en su momento Margaret Thatcher, con los resultados conocidos.

Por eso resulta preocupante que desde las posiciones de quienes no gustarían de ser tildados de neoliberales, se proclame que «necesitamos una sociedad que respete más a los que arriesgan y que ignore mucho más a los mediocres que solamente saben quejarse y bloquear«. Porque,

  • Si quienes promueven la cultura de la queja sistemática no tienen razón, alguien tiene que asumir la responsabilidad de utilizar la dialéctica para combatir sus razones. Lo contrario es abandonar el terreno al populismo, aunque sea de pequeña escala.
  • Habrá personas a la que aplicar, con empatía, los versos del poeta: «El mundo es así y vengo herido. Ten paciencia conmigo». 
  • Cuando en una organización se instala la cultura de la queja sistemática, hay que buscar la responsabilidad en la falta de liderazgo. El líder es el primer responsable de la cultura de una organización. Etiquetar a quienes se quejan de mediocres o encasillarlos en la categoría del no-talento es propio de líderes irresponsables. O sea, de falsos líderes.
  • Porque, a veces, promover el emprendimiento es también una forma de evitar el reto de cambios sistémicos y de este modo consolidar el ‘status quo’. (Tema para una próxima entrada).

Quizá la conclusión final es que, para lidiar con la cultura de la queja sistemática y sus efectos perniciosos, lo que hace falta es educar a muchos más liderazgos responsables. ¿Cómo y dónde hacerlo? Habrá que buscar respuestas, o crearlas.

 

 

Asumir la libertad de escoger nuestro papel

Los propósitos de fin de año me han llevado a una lectura más reflexiva de «Conscious Business: How to Build Value Through Values».  Sin descartar que vuelva sobre ello más adelante, sólo unos apuntes:

  • Puede leerse asimismo como ayuda para construir organizaciones conscientes, sean o no de negocio.
  • Pienso que en muchos de los dominios donde se producen conflictos y se plantean retos ayudaría mucho asumir la consecuencia de la elección, individual y colectiva, sobre asumir el rol de víctima o el de protagonista. Aceptando, de entrada, que todos somos víctimas en algunos ámbitos, pero no deberíamos resignarnos a serlo en todos.

Una vez más, sin embargo, la propuesta de abandonar el papel de víctima para adoptar el de protagonista es un QUÉ (¿qué hacer?) al que le falta el CÓMO (¿cómo hacerlo?). En el actual mundo VUCA (Volátil, Incierto, Complejo, Ambiguo), andamos cortos de certezas sobre cómo abordar los futuros, tanto individuales como colectivos.

Desde una perspectiva social, aparecen múltiples estrategias. De una parte, en relación a quienes asumen abiertamente roles de protagonismo. Emprendedores que crean nuevos proyectos, o intra-emprendedores cuyo objetivo es revitalizar organizaciones o instituciones ya existentes.

Pero también al respecto de las víctimas. Para desactivar los bloqueos de quienes sitúan su zona de confort en la cultura de la queja. Pero también, a menos que se acepte mantener o ampliar fracturas que ya existen, para ayudar a cambiar de conducta a quienes, tal vez por su trayectoria vital, sólo saben sentirse como víctimas aunque quisieran no serlo. Continuará.

NOTA: El hecho de que la portada del libro contenga una recomendación de la COO de Facebook no debería echar para atrás a un lector inquieto. Parece ser que ella no se aplica el principio de responsabilidad incondicional, uno de los pilares del argumento del libro.

No degradarás en vano la inteligencia humana

«Cuando el lenguaje pierde el significado, no puede existir
ninguna forma de verdad y la mentira se convierte en norma.«

«Somos confrontados con el refinado arte de la mentira
y el torcimiento del significado de las palabras.
«

Rob Riemen («Para combatir esta era:
Consideraciones urgentes sobre fascismo y humanismo
«)

En La Vanguardia, un artículo sobre la inteligencia artificial de uno de sus colaboradores habituales, se me antoja una buena muestra del perceptivo diagnóstico de Jaron Lanier acerca de las perspectivas e intenciones sesgadas de muchos tecnófilos:

«Hacen a las personas obsoletas para que las máquinas parezcan más avanzadas.»
Jaron Lanier, «You are not a gadget«

Una manifestación visible de este sesgo es que el autor considere estimulante definir la inteligencia como «todo lo que las máquinas aún no han hecho«.  Una definición que, a medida que se avance en las capacidades de la IA, lleva a considerar como cada vez menos inteligentes a los humanos.  De ahí a degradar a los propios humanos a favor de las máquinas hay sólo un (pequeño) paso. Que algunos los explotadores de la condición humana, en alianza con algunos vendedores de máquinas sin escrúpulos, estarán encantados de dar.

Me parece pues apropiado aplicar un poco de autodefensa intelectual y de ejercicio de la dialéctica. Empezando por no aceptar las trampas del argumentario del autor.

  • Aprovecharse de la homonimia. No hay una única definición de inteligencia. Si, de entre las que propone la Wikipedia, por ejemplo, escogiéramos «la capacidad agregada o global de actuar con propósito, de pensar racionalmente y de manejar eficazmente su entorno«, difícilmente calificaríamos a los ordenadores como inteligentes. Quizá sea tarde para evitar que se utilice la misma palabra (‘inteligencia’) para referirse a capacidades diferentes; pero no lo es para tomar conciencia de las consecuencias de hacerlo; sobre todo de las mal intencionadas, que las hay.
  • La falta de rigor en el uso del lenguaje. El autor presenta la IA como «la disciplina que se encarga de dotar a los ordenadores de las capacidades cognitivas que hasta ahora eran exclusivas de los humanos«.  Si entendemos la cognición como «el proceso de conocer y comprender por medio del pensamiento, la experiencia y los sentidos», la IA no tiene capacidades cognitivas. Porque nadie comprende (hoy por hoy) cómo los algoritmos de IA más avanzados producen los resultados que producen; y mucho menos los propios algoritmos.
  • La asignación antidemocrática de responsabilidades. Para el autor, definir la inteligencia humana en negativo (lo que los ordenadores aún no son capaces de hacer) es interesante porque «nos obliga a redefinirnos a nosotros mismos«. La IA es un desarrollo impulsado por una minoría, que en principio persigue sus propios intereses. Conceder sin más el poder de que se nos obligue a redefinirnos como humanos es, en el fondo, de lo más antidemocrático.

Hay quien propone que 2019 sea el año en que se empiecen a poner límites al desarrollo y la aplicación acrítica de las tecnologías. Una tarea que incluiría desmontar con rigor la argumentación (no sé si ingenua o falaz) de escritos como el comentado. ¿Alguien se apunta?