Como ranas hervidas

160502 BlogHe empezado a asistir a las lecciones de Joan Subirats sobre «El común y la democracia. Economía, sociedad y poder«, dentro del programa de la Escuela Europea de Humanidades.

La primera sesión estuvo oportunamente dedicada a una relectura de «La Gran Transformación«, un libro clave en el que Karl Polanyi diseccionó la utopía de una economía basada en mecanismos de mercado autoregulado y los efectos de la introducción de esa utopía, apoyada por las políticas (ultra)liberales, en la destrucción de redes y mecanismos sociales de solidaridad y reciprocidad.

Uno de los conceptos clave del análisis de Polanyi es la consideración de la tierra, el capital y el trabajo como bienes ficticios:

«Incluir al trabajo y a la tierra entre los mecanismos de mercado supone subordinar a las leyes del mercado la sustancia misma de la sociedad […] Es evidente que trabajo, tierra y dinero no son mercancías, en el sentido de que, en lo que a estos tres elementos se refiere, el postulado según el cual todo lo que se compra y se vende debe haber sido producido para la venta es manifiestamente falso.«

Este análisis sigue siendo vigente y sus consecuencias palpables, como pueden atestiguar los millones de personas que, excluidas del mercado de trabajo, quedan de hecho devaluadas como ciudadanos y como miembros de la sociedad.

Hay más motivos para una reflexión, previa a una acción social cada vez más necesaria. Porque últimamente el empuje del mercantilismo está teniendo como consecuencia la ampliación del elenco de bienes ficticios. Especialmente a raíz de la extensión de Internet, se han mercantilizado o se están mercantilizando la cultura y los productos culturales, la privacidad, las relaciones, la sociabilidad e incluso la amistad.

El auge de la llamada economía colaborativa proporciona ejemplos de los potenciales daños colaterales de este fenómeno. Antes de la aparición de Airbnb y similares, quien tuviera una habitación libre no dudaría en ofrecerla gratis a un amigo que estuviera de paso en la ciudad. Pero en el momento en que esa habitación se ofrece en la red y adquiere un valor de mercado, se abre un resquicio. Acoger gratis a un amigo representa ahora una pérdida potencial de ingresos. Casi imperceptiblemente, ofrecer la habitación en la red obliga en la práctica a poner precio a la amistad.

En un principio, la tensión social se producía en la decisión entre dar prioridad a la mano invisible del mercado o a políticas de protección y cohesión social, defendidas sobre todo desde el ideario socialdemócrata. Hoy, habiendo quedado en descrédito el ámbito de la politica tradicional y habiendo quedado también en evidencia los límites de la socialdemocracia («Algo va mal«, escribió lúcidamente Tony Judt) el auge del mercantilismo toma otros derroteros. Como en tiempos pasados, la mayoría de promotores del desarrollo tecnológico se alinean sin disimulo con el mercantilismo. En paralelo, el énfasis se pone en los efectos de la tecnología en la emancipación individual, animando así a todo el mundo a poner en valor (de mercado, por supuesto) todos los activos personales, materiales o no, incluyendo privacidad, relaciones, gustos y querencias. Se obvian en cambio los efectos potencialmente negativos sobre la cohesión social, o se responsabiliza incluso a las instituciones por su incapacidad de re-regular las cosas al ritmo supuestamente imparable de la tecnología.

Hace pocos días, El País se hacía eco de que «Conceptos como la soberanía nacional o el derecho a la privacidad han cambiado de significado sin un debate público«. Apareció en la sección de Tecnología; debería haberlo hecho en el de Política o el de Sociedad.

Dicen que si se intenta sumergir a una rana en un cazo de agua hirviendo, intentará escapar. Pero si se sube poco a poco la temperatura del agua, la rana acaba dejándose hervir sin plantear batalla. No hace falta explicar por qué me ha venido esta analogía a la cabeza.

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